jueves, 31 de marzo de 2011

¿Sólo Mamá?

Durante mucho tiempo, más bien durante años, mis tres hijos fueron mi única preocupación. Sólo fui mamá... mamá en las urgencias, mamá en las enfermedades, mamá en los regaloneos, mamá en los trasnoches, mamá en las preocupaciones... y me olvidé de mis otros roles. No me culpo, las cosas se dieron así, fue necesario hacerlo, no había otra manera de manejar a estas tres guaguas tan delicadas de salud.

Desaparecieron (afortunadamente, sólo temporalmente) las amistades, las salidas nocturnas, las conversaciones entre adultos, y un sinnúmero de asuntos que antes fueron importantes. (Ver el interesante post colaborativo de mamaterapeuta acerca del autocuidado: http//www.mamaterapeuta.cl/2011/03/autocuidado.html).

Y entre todo lo que dejé de lado, desaparecioron mis cumpleaños y sus respectivas celebraciones.

Sin embargo, el día de mi cumpleaños número 30 llegó cuando mis hijos ya tenían 3 años, estaban más firmes y grandes y pude pensar en mí: me compré un gran regalo que aún conservo, se llama Goyo, tiene 4 patas, es peludo y me acompaña en silencio en todas mis aventuras. Me compré un perro.

Mis hijos, desacostumbrados a la presencia de un cachorro en la casa, reaccionaron de maneras tan distintas como son ellos mismos.

Pedro le tenía miedo. No estaba preparado para que un ser movedizo e impredecible invadiera sus espacios, se comiera sus juguetes y languetera sus manitos. Luego, con el pasar del tiempo, se hicieron grandes amigos, pero eso se logró gracias a la perseverancia y paciencia de toda la familia, que tuvo que ponerse firme en la posición de no permitirle al Goyo sobrepasar los límites de un niño tan reactivo a los estímulos físicos como es mi Chinito.

La Anto, que siempre ha sido puro amor y dulzura, decidió que cargarlo y darle la comida en la boca era la mejor opción. Había que rogarle que lo dejara en paz deambular por la casa... pero ella quería tratarlo como la guaguita que era, quería acunarlo, taparlo, hacerle cariño. Sin embargo, debo agregar que tampoco toleraba bien los mordisqueos en las pantorrilas, por lo que, a veces venía corriendo a refugiarse en mí cuando el Goyo comenzaba a comportarse como el cachorro inquieto que era.

Cristóbal le prestó menos atención que sus hermanos. Él no tenía la intención (hasta ese momento) de involucrarse emocionalmente con ningún ser no-humano. Así que no lo acosaba ni lo perseguía. Sólo se entretenía intentando entrenarlo para saltar a través de un aro tirando una galleta perruna que debía motivar al perro a hacer peripecias que, por supuesto, nunca aprendió a hacer.

Pero de todo, lo que más me gustó, fue ver las caritas de mis hijos cuando les dije que el Goyo era MI regalo de cumpleaños, es decir, MI mascota. Eso no impedía que pudiera compartir con mis hijos los cuidados del cachorro, que me ayudaran a alimentarlo y me acompañaran al veterinario a ponerle sus vacunas. Sin embargo, fue la primera vez que mis hijos tuvieron la vivencia de la existencia de un otro (en este caso, yo) que también tenía derecho a tener sus pertenencias, sus espacios y su individualidad.

Estaban tan acostumbrados a ser el centro del universo que no podían creer que esta vez sería yo tan tremendamente egoísta como para no ser capaz de compartir con ellos la tenencia del Goyo.

Fue un hito importante en sus vidas, y creo que les hizo muy bien: por primera vez en sus vidas me vieron pensar en mí y en mis necesidades.

Ahora me ven hacerlo mucho más a menudo, y están bastante acostumbrados... aunque aún creo que me falta reforzar en ellos la empatía y el respeto por los demás. Aún suelen actuar como si fueran el centro del mundo. Pero son niños, no necesitan más que crecer y madurar para entender que cada ser tiene necesidades tan importantes como las de cada uno de ellos.

Prematurez (parte I)

He tocado el tema de la prematurez sólo tangencialmente. No porque no tenga cosas que decir acerca de la experiencia de tener tres hijos prematuros extremos, sino, por el contrario, porque no sé por dónde empezar a hablar de ella. Me temo que si intento expresar todo en un sólo post, éste sería tan largo e intenso que no cumpliría con su cometido. Resultaría demasiado complejo, dolososo e incluso, probablemente, contradictorio. Así es que he decidio hacerlo en partes, hablar de a poco y sin apuro de las pequeñas y grandes sensaciones que se tienen cuando tu(s) hijo(s) nace(n) prematuro(s).

No es mi intención asustar a padres y madres que estén iniciando este camino. Menos aún, pretender que mi experiencia personal es compartida y universal. Es sólo eso, mi vivencia acerca de un hecho que, en la mayoría de los casos, marca la vida de las familias y las divide en un antes y un después.

En mi caso, la prematurez fue equivalente a un desgarro y el mejor de los regalos entremezclados en un mismo hecho. Aún estando embarazada de trillizos y con el diagnóstico de preeclampsia (es decir, aún cuando se suponía que debía estar preparada para tener a mis hijos prematuramente), su nacimiento fue un dolor enorme y la alegría más grande de mi vida, todo al mismo tiempo.

Los primeros días el estado que te comanda es la confusión... de pensamientos, sentimientos, emociones, información... y todo teñido por los familiares que opinan, por las visitas que recibes, por las palabras de los médicos que no logras comprender (muy probablemente debido al estado emocional en que te encuentras más que a los recursos cognitivos con los que cuentas). Los primeros días son emocionalmente caóticos (mención honrosa para las hormonas maternas alborotadas y traicioneras).

Alguna vez escuché a un médico en el que confío mucho, decir que mientras la madre expresa el shock de los primeros días llorando, el padre suele hacerlo intentando obtener la mayor cantidad de información técnica posible acerca de las máquinas, las sondas, los exámenes, y todo lo que rodea a el o los bebés. Debo decir que en mi caso fue exactamente así: mientras yo lloraba escondida para que nadie intentara consolar lo inconsolable, mi marido trataba de aprender todo acerca del significado de los indicadores que arrojaban los monitores a los que estaban conectados mis hijos.

Parece una obviedad, pero no creo que esté demás decirlo: verlos tan indefensos, tan pequeños y saber que están sufriendo física y emocionalmente por haber debido abandonar el útero antes de estar preparados, es una experiencia inolvidablemente desgarradora. Muchas veces rogué a Dios hacer avanzar el tiempo mágicamente, muchas veces sentí un deseo casi incontrolable de abalanzarme sobre un médico o una matrona para rogarles que los sacaran de esas incubadoras, que les quitaran esos tubos, que los dejaran en paz.

Sé que dije que iría por partes y este post se trata sólo acerca de los primeros días y las primeras emociones, pero no puedo cerrarlo sin decir que NADA ES PARA SIEMPRE, que luego las cosas cambian mucho, que te habitúas a la vida en la Neo y que todo, absolutamente todo lo vivido, vale la pena.

lunes, 28 de marzo de 2011

La Mamá

Pienso mucho en esto de ser mamá. También hablo mucho del tema, con mis amigas, con mi hermana, con los padres de mis pacientes, y ahora con uds.

Soy LA mamá, la que debe tener todas las respuestas (por cierto, ¿cómo es que la fuerza del agua llega a convertirse en luz eléctrica?, ésa no me la supe), la que sabe de horarios, de alimentación sana, la que adivina cuándo es el momento preciso para acudir al doctor, la que tiene 6 oídos (dos para cada hijo) para escuchar anécdotas, chistes, preguntas o simplemente, pensamientos en voz alta, la que maneja el auto, la que limpia, la que enseña modales, la que decide cuál es el límite entre lo bueno y lo malo, la que da abrazos, la que manda, la que consuela, la que siempre intenta estar. Definitivamente, casi sin darme cuenta, me convertí en LA mamá.

Pero yo no me olvido nunca de la otra, la primera, la que me enseñó casi todo lo que sé, la que se equivocó mil veces, la que superó con creces mis expectativas, la que se entrega a sus hijos de una manera que me conmueve. Nunca me olvido de MI mamá.

Todavía acudo a ella cuando estoy cansada, cuando estoy triste, cuando necesito que alguien me haga un favor realmente grande. Todavía, para mí, ella es LA mamá.

Ella debe creer que se me olvidó, que lo di por sentado, que no me di cuenta... pero no es así, SIEMPRE aparece su imagen en mis recuerdos.


Con 13 semanas de gestación, a mi hijo Pedro le diagnosticaron agenesia renal, una malformación incompatible con la vida. Los doctores esperaban en cada ecografía encontrarlo muerto o, como mucho, verlo nacer y vivir unas cuantas horas. El dolor frente a un diagnóstico tan lapidario es indescriptible. Se te clava una puntada aguda en el pecho que no te puedes sacar con nada, se te olvida el pasado y se te borra el futuro. No piensas en nada más que en tu hijo y en su sentencia. Las horas no pasan, los días se vuelven eternos y nada, absolutamente nada tiene sentido. Sólo ese hijo, las pataditas que te da y la certeza de que quiere vivir, de que cree que va a vivir.

En fin, no sé si llegaré algún día a poder expresar con palabras el dolor que sentí durante esos meses de espera, creyendo estar embarazada de dos niños y un ángel. Lo que sí puedo describir, porque lo recuerdo como si hubiese sido ayer, es la imagen de mi madre todas las tardes sentada a los pies de mi cama en silencio. Yo a veces la miraba, otras veces no, a veces le hablaba y la invitaba a ver conmigo los programas de televisión insulsos que elegía para intentar despejarme del dolor, otras veces le pedía que se fuera y veía su expresión de impotencia al dejar mi pieza para respetar mi derecho a estar sola. En ocasiones llegué a gritarle, que no podía más con tanto dolor, que no existía espacio en mi cuerpo para cargar la culpa y la rabia que sentía por haber engendrado a un niño que estaba destinado a morir, que me ayudara, que se hiciera cargo, que hiciera algo.

Siempre supe que ella lo entendía. Siempre intuí que, de todas las personas del mundo, ella era la única que sentía mi dolor como propio. Siempre vi en sus ojos la firme determinación de quedarse pegada a mí, sin importar lo que yo hiciera o sintiera, sólo por el hecho de ser ella MI mamá. Siempre he sabido que cuento con ella, con su corazón, con sus presencia, con su ayuda, incluso, con sus cosas materiales.

Por eso me cuesta creer que haya tres personitas que deambulan por el mundo y me llaman "mi mamá"... porque es una expresión enorme que algunas veces, siento, me queda grande. Me esfuerzo enormemente por "dar la talla", pero hay demasiadas veces en que siento que no lo logro.

Te quiero mucho, MI mamá.

domingo, 27 de marzo de 2011

El Duelo (acerca de la paternidad especial)

El duelo es una reacción natural ante la pérdida de una persona, idea u objeto que es emocionalmente importante para la persona. Es la respuesta a un trauma intenso, inesperado e inaceptado, pero siempre es un proceso de curación si, tras reconocerlo, se le acepta y se permite su expresión.

Se describen tres etapas del duelo:

Negación: consiste en rechazo e incredulidad. Surge como mecanismo de defensa mientras la persona logra adaptarse a la neva realidad.

Confrontación: consiste en dolor intenso y sentimientos de ira. Muchas veces se acompaña por sentimientod de injusticia y culpa por lo que se hizo o se dejó de hacer.

Resolución: El dolor y la rabia se suavizan (no necesariamente desaparecen) y la persona logra aceptar la realidad de la pérdida.

Recibir en la familia a un hijo con necesidades especiales, necesariamente conlleva un proceso de duelo por la pérdida de una abstracción: el hijo ideal o imaginado que no llegó. Sin embargo, no hay un cuerpo concreto del cual despedirse ni rituales que ayuden a elaborar la pena. Además, el niño real está presente y demanda muchos cuidados y atención, por lo que los padres no pueden dedicarse a vivir su duelo. Por último, los sentimientos de injusticia y dolor intenso generan sentimientos de culpa frente al hijo real. Los padres suelen pensar que lo que están experimentando no es normal, por lo que evitan expresar sus sentimientos frente a los demás.

Es esencial que los padres comprendan que vivenciar un duelo ante la llegada de un hijo diferente al que habían imaginado no sólo es normal, sino que es necesario para asumir su nueva paternidad y acomodarse a las particularidades de ésta.

El mejor camino para que los padres logren conectarse con el hijo real emocional, física y cogniticamente, es permitirse a sí mismos el proceso de duelo por el hijo que imaginaron y no llegó.

Sin duda, éste es un tema duro, entre otras cosas porque la sociedad en que vivimos presiona a los padres a negar o apurar un proceso completamente necesario y normal.


Recuerdo perfectamente el instante y el lugar en que recibí la noticia de que mi hijo Cristóbal era hipoacúsico... recuerdo haber pensado cosas como "esto es demasiado, no puede estar ocurriéndonos a nosotros", recuerdo haber sentido una rabia profunda hacia la vida, hacia Dios o hacia quien resultara responsable.

Luego pasé por una etapa en que el dolor era tan grande que no podía hablar de él más que con un puñado de personas muy cercanas. Incluso llegué, en alguna oportunidad, a quitarle los audífonos a mi hijo para ir a reunirme con unos amigos que no sabían nada acerca de su discapacidad. No me sentía capaz de narrar lo ocurrido... temía que en vez de palabras, surgiera de mi boca un sollozo o un grito de tristeza.

Más adelante, y con la ayuda de las personas que estuvieron a mi alcance para hablar del tema, pude comenzar a mostrarlo, a decirlo, a llevar a mi hijo con orgullo por la calle sin temer a las miradas de lástima de los demás.

Hoy, el dolor aparece de vez en cuando, pero MUCHÍSIMO más suave y en ocasiones muy concretas (por ejemplo, cuando siento que lo discriminan).

Ahora es el momento de Cristóbal de hacer su propio duelo... de hablar, de negarse a aceptar que es para siempre, de preguntarse acerca de su propia identidad y la cabida que su hipoacusia tiene en ella. Pero el duelo del propio niño es tema para otro post. Queda pendiente para una próxima oportunidad.

viernes, 25 de marzo de 2011

Un Vínculo Mágico

Desde que nació, mi hijo Pedro siempre ha sido un niño intenso. A los pocos meses de edad ya sabíamos que era un ser especial. Sin siquiera poder hablar, podíamos notar que era brillante y que tenía un gran sentido del humor. No sabría explicar cómo, pero en su expresión se notaba siempre que estaba viendo más allá de lo que otras guaguas pueden mirar. Sabía reírse de las cosas más increíbles, "comentaba", se asombraba, "reflexionaba".

Pero así como se reía, lloraba. Y el reflujo gastroesofágico severo acentuado por las alergias alimentarias que sufría, no lo ayudaban en nada. Más bien lo estresaban, y lo hacían permanecer muchas horas del día en un constante lloriqueo que nos hacía ver que no estaba para nada cómodo.

A veces, no lograba calmarlo con nada, o más bien con casi nada. Sólo el contacto físico con su hermana Antonia lograba darle paz.

Lo descrubrí por casualidad un día en que tomé a Pedro y lo puse en la cuna de la Antonia, uno al lado del otro. Y ocurrió la magia. Se tomaron las manitos y se pusieron a "conversar", a dar grititos y a reír a carcajadas. Ésa fue la primera vez que lo noté, después vinieron muchas más.

En ocasiones, él estaba quejumbroso y molesto, y yo los ponía en mi cama uno junto al otro. Ella respiraba tranquila y sonreía, él se apoyaba en su hombro, cerraba los ojos y encontraba la calma. Ella tan generosa, él tan entregado a una relación que se venía gestando desde mucho antes de nacer.

Me conmueve que mis hijos se quieran así. Están unidos por una fuerza de la que nadie puede participar, porque sólo ellos saben lo que es haber compartido el útero.

Siempre pensé que un hermano es el mejor regalo que unos padres pueden darle a su hijo. Ahora lo sé a ciencia cierta: nunca estarán solos, siempre se tendrán el uno al otro.

jueves, 24 de marzo de 2011

Ocultar

Hace algunos años, las familias ocultaban en sus casas a sus miembros "diferentes". Cualquier tipo de discapacidad era motivo de vergüenza pública, por lo que la opción de encerrarlos y mantenerlos fuera del alcance de la vista del resto era una consecuencia lógica del tipo de socidedad de la época, a la vez que reforzaba la idea de que ocultar a estas personas era lo adecuado.

Hoy las cosas han cambiado bastante. Afortunadamente, solemos ver madres y padres paseando de las manos o llevando las sillas de ruedas de sus hijos con alguna discapacidad con total naturalidad por lugares públicos. Sin embargo, el cambio aún se encuentra en proceso y queda mucho por hacer. Ayer mismo viví una experiencia que dejó en mí una sensación de impotencia que hoy quiero compartir con ustedes.

Ya mencioné alguna vez que escribí un libro acerca de mi experiencia como madre de trillizos prematuros. En él hablo de todo sin tapujos... de la dificultad, la tristeza, el amor infinito, la esperanza, la desilusión, el cansancio, la soledad y la gratificación que implicó para mí recorrer el largo camino desde la infertilidad hasta el día de hoy, en que mis hijos tienen 8 años y las cosas están más apacigüadas y "normalizadas" que durante sus primeros años de vida.

Y mi libro está aquí, guardado en algún rincón de mi casa esperando aún que alguna institución o editorial se atreva a publicarlo.

El caso es que ayer tuve una reunión con dos personas representantes de una marca de artículos para bebés, una de ellas, incluso, era la encargada de marketing de los artículos para prematuros. La reunión surgió de la intención de la empresa de ayudar monetariamente a alguna iniciativa relacionada con la prematurez. Así es que ahí estaba yo: sentada junto a un médico y otra madre de prematuros que me apoyaban, con una copia de mi libro en mis manos y cargando la ilusión de que la ayuda monetaria fuera para la publicación de éste.

Fue una conversación larga, en la que pudimos narrar nuestras experiencias, cada uno desde un frente muy diferente: ellos como profesionales, nosotras como madres.

Hasta que llegó el momento crucial de hablar acerca del libro... y de nuestra propuesta de que la ayuda monetaria de la empresa fuese destinada a la publicación de éste.

No creo poder imaginar el tamaño de mis ojos al oír la sencilla respuesta de la "profesional" especializada en artículos para prematuros: "Me parece interesante que hayas escrito un libro, pero si en él aparece dolor, nuestra empresa no puede financiarlo".

No fue una herida a mi ego, de verdad que no, ni al deseo de publicar mi escrito. Tampoco fue el rechazo a mi propio dolor durante el periodo en que mis hijos fueron tan frágiles y sufrieron tanto lo que más me sorprendió. Mi impotencia surgió al constatar que seguimos intentando esconder realidades que merecen y deben ser contadas, al ver que una empresa que fabrica, distribuye y publicita artículos para prematuros pretende hacer negocio ocultando la realidad.

Recordé cuánto nos falta como sociedad para dejar el doble standar y la mentira. Corroboré cuánto nos queda aún por avanzar en este duro y largo camino de aprender a mostrarnos tal cual somos, con nuestras debilidades, nuestros dolores y nuestras, a veces, complejas realidades.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Simplemente Estar (disponible)

Una de las grandes preocupaciones que expresan los padres y madres que acuden a mí como profesional es que no tienen tiempo, no tienen ganas o no saben cómo jugar con sus hijos. El mandato social de los tiempos en que vivimos dice que además de cuidar, limpiar, alimentar, llevar al médico, poner límites y contener emocionalmente a los hijos, debemos jugar con ellos. Y para hacer eso se necesita tiempo, ganas y una gran capacidad para flexibilizar y volver a sentirnos niños. No todos los padres contamos con esos tres recursos.

El resultado: padres y madres que viven sintiéndose culpables porque no juegan con sus niños e intentan reparar el "daño" de maneras no siempre sanas o eficaces.

Querer jugar con tu hijo, poder y saber hacerlo es una experiencia maravillosa que te une a él y que crea una complicidad especial. Sin embargo, hacerlo apurado, de manera forzada o sin verdaderos deseos, puede ser una experiencia muy frustrante tanto para el padre/ madre como para el propio niño.

No olvidemos nunca la premisa: TODOS SOMOS DIFERENTES, y, por lo tanto, cada cual tiene su estilo propio para enfrentar la paternidad y para crear lazos cercanos e irrompibles con sus niños. Jugar a las muñecas o a los autitos no debiera ser jamás una condición para ser y sentirse un buen padre o una buena madre.

La clave es estar disponible para el niño, ya sea física o simbólicamente. Que tu hijo se sienta seguro acerca de poder contar contigo en caso de necesitarte (si se siente cansado, hambriento, triste, herido o simplemente, si necesita compartir alguna expriencia personal.) Es decir, lo importante es lo que eres para él, no lo que haces con él.

Durante los primeros años de vida de mis propios niños me sentí culpable por no tener suficiente tiempo para dedicarle a cada uno por separado, suficientes manos para acunar sus cuerpos, suficientes oídos para oír tantas preguntas y comentarios al unísono. Hasta que comprendí (mi madre me lo mostró) que cada uno de ellos acudía a mí en caso de necesitarme. No importaba si no estaba yo en condiciones de ponerme a jugar en el suelo como una niña más... lo importante es que ellos sabían que yo estaba ahí, disponible para ellos.

Esa sensación es la que genera la seguridad de que el mundo es bueno y puede contener cosas buenas para mí, como niño, y más adelante, como adulto. Esa experiencia de haber contado con padres disponibles es la tierra fértil para generar relaciones satisfactorias y sanas durante la adultez.

No se trata de jugar o no jugar, sólo se trata de estar.

martes, 22 de marzo de 2011

Más Vale Tarde que Nunca

Durante el primer año escolar de mis hijos (a los 4 años más o menos) las cosas eran más difíciles que hoy en varios aspectos. Uno de ellos era que su lenguaje oral era bastante más limitado que el que tienen hoy, por lo que enterarme de lo que ocurría durante el día en el colegio era bastante más difícil. Además, no me gusta ser de esas madres controladoras que lo preguntan TODO a las profesoras... prefiero guardarme para cosas que considere realmente importantes y dejar que mis niños tengan experiencias enriquecedoras fuera del hogar que no necesariamente comparten conmigo.

El caso es que durante los primeros meses de ese año mis hijos hablaban a menudo de Martín (el nombre lo he cambiado, por si acaso). Relataban continua y naturalmente cosas acerca de este niño (sí, era un niño, eso era casi lo único que estaba claro) que, de alguna u otra manera pertenecía a un rango superior a los demás.

Alguna vez recuerdo hacer escuchado (siempre de boca de mis niños) que Martín era un ejemplo, que Martín sí sabía lavarse las manos como un niño grande y que la profesora le pedía a él que les mostrara a los más chicos cómo hacerlo. También recuerdo que relataban cómo Martín repartía los cuadernos y las hojas, ya que él y nadie más era el ayudante oficial de la profesora. Recuerdo que contaban que Martín era aaaaaalto y que pertenecía a un curso superior (creo haber escuchado primero básico), pero que las profesoras y los niños de jardín lo necesitaban tanto, que a veces debía salir de su sala para ir a ayudar a los más chicos.

Hasta que un día, casi por casualidad, me enteré que Martín no hablaba. Ninguno de mis hijos me lo había dicho, porque, probablemente, lo considerarn un detalle irrelevante comparado con las cosas importantes que ya me habían contado de su amiguito.

La verdad es que el tema de Martín, si bien no me quitaba el sueño, me tenía francamente intrigada... y no sé porqué nunca llegué a acercarme a alguna de las profesoras para preguntar concretamente por él.

Hasta que llegó el día en que lo conocí: una tarde, en medio de la muchedumbre de madres, padres y niños que salían camino hacia sus casas, mis hijos lo divisaron y se pusieron a gritar y saltar contentos: "¡Mamá, ahí está Martín, ése es nuestro amigo Martín!" exclamaban mientras corrían a abrazarlo y besarlo.

Sus ojos rasgados y su boquita semiabierta me lo explicaron todo en un segundo: Martín era uno de los niños con Síndrome de Down que formaba parte del programa de integración en el colegio de mis hijos, y parte de su rutina consistía en ayudar a realizar algunas tareas a las profesoras de los cursos menores.

Fue un momento mágico, quise apretar el botón de "pausa" y dejar a mi hijos así, de 4 años, tan cándidos, tan capaces de amar y admirar a otro por lo que era y valía, no por sus etiquetas y los prejuicios derivados de ella.

Al año siguiente Martín no volvió al colegio. Supe que se había ido a vivir fuera del país junto con su familia. Lo echaríamos de menos... pero quedó para siempre grabado en nuestros corazones. No creo que yo, con todos mis discusos, actitudes y esfuerzos, haya llegado a enseñarle tanto a mis hijos como lo hizo Martín por el solo hecho de existir.

¡Gracias Martín! ¡Gracias a la vida por haberlo puesto en el camino de mis hijos en el momento preciso!

Este es mi post por el Día Mundial de las Personas con Síndrome de Down. Sé que fue ayer, pero mas vale tarde que nunca :)

lunes, 21 de marzo de 2011

Huellas

Me acuerdo de ese momento como si hubiese sido ayer: parada frente al espejo desnuda y embarazadísima, noté una marca en la piel de mi abdomen. Me acerqué todo lo que pude a la imagen que se me devolvía y la vi claramente: era una estría, la primera de una verdadera plaga que se desplegó cual telaraña sobre la superficie tirante y brillante de mi piel. Lloré, lloré mucho rato desconsoladamente. Me estaba despidiendo con gran tristeza del bikini, de la juventud, de los tiempos de soltura y espontaneidad.
Un tiempo después, unos años más tarde en realidad, entendí que esas estrías (con las que todavía no logro amigarme en lo concreto) no eran más que la expresión física de otras huellas que estaban quedando grabadas a fuego en mí. Comprendí que nunca más volvería a mirar a través de los mismos ojos, a quejarme de las mismas cosas, a sentir el frío y el calor de la misma manera que antes de mi embarazo triple.
Debo agregar (ya habrá tiempo para extenderme sobre este tema) que los médicos habían sentenciado de muerte a uno de mis hijos nonatos. Su supuesto diagnóstico era un síndrome incompatible con la vida, por lo que yo estaba esperando dos guaguas sanas y una que, supuestamente, moriría pocas horas después de nacer. Como ya sospecharán, el diagnóstico fue errado, aquello no ocurrió, y mis tres hijos son niños que van por la vida alegremente como cualquier otro.
Sin embargo, a pesar del error diagnóstico que me llevó a llorar por adelantado la muerte de mi hijo que hoy tiene 8 años, sigo creyendo que no hay vuelta atrás... no soy la misma Natalia que fui, no tengo las mismas prioridades, los mismos pensamientos, no siento la vida de la misma forma que antes.
Me tomó años asumir que la antigua Natalia, esa joven idealista, esa estudiante ávida de conocimiento, esa amiga entrañable, esa compañera de juegos, nunca volvería. Y puedo decir que, a pesar del paso de los años aún me encuentro en proceso de acostrumbrarme a esta nueva persona en que me convertí: una más preocupada, más cansada, más vieja, pero, espero, mucho más sabia.
Así funciona la vida: a veces crecemos de a poquitito casi sin darnos cuenta, pero otras veces llega algo o alguien que nos hace crecer de golpe... y deja huellas imborrables en nuestros cuerpos y/o en nuestras almas.
No tengo nada de qué arrepentirme, sé que todo ha valido la pena, y con creces, sin embrago, no puedo negar que el camino que me trajo hasta aquí estuvo lleno de obstáculos y espinas que me hicieron doler. Cada mañana lo recuerdo parada desnuda frente al espejo mirando mi abdomen lleno de las huellas concretas que quedaron pegadas a mí.

sábado, 19 de marzo de 2011

"Estos Niños" (acerca de la discriminación)

Hace ya un par de semanas empezó el nuevo año escolar, y esta madre, aparte de ocuparse de libros, cuadernos, uniformes y un etcétera casi infinito, debe procurar saber quiénes serán las profesoras de su hijo hipoacúsico, hablar con ellas, explicarles sus dificultades y pedir que lo pongan en el primer asiento y le repitan todas las veces que sea necesario aquéllo que no alcanzó a escuchar.
(Para los que no saben lo que significa la palabra hipoacusia, debo explicar que equivale a ser sordo. El problema es que cuando se dice "sordo" las personas piensan en alguien que no escucha nada... y la realidad de la mayoría de las personas "sordas" no es así. Casi todas tienen "restos auditivos", es decir, escuchan algo, pero menos que el resto. En el caso de mi hijo Cristóbal, su hipoacusia es severa, lo que significa que sin sus audífonos escucha bastante poco y con ellos, lo suficiente como para funcionar de manera cercana a la "normalidad").
Bueno, después de esta explicación técnica que, creo, era necesaria, puedo relatar que el primer día de clases de este año, como todos los anteriores, me preocupé de dejarlo sentado en el primer asiento. La profesora que dicta la mayoría de las materias es la misma del año pasado y lo conoce perfectamente, por lo que pude ahorrarme la explicación acerca de sus necesidades especiales.
Sin embargo, al finalizar el primer día escolar, Cristóbal llegó del colegio algo preocupado explicándome que la profesora de inglés no es la misma del año anterior, por lo que al día siguiente me acerqué a la nueva profesora junto con mi hijo para que entre los dos pudiéramos explicarle que él puede y quiere aprender inglés, pero necesita algo de ayuda. Por ejemplo, que le repitan las palabras en los dictados si acaso él no las ha podido captar bien.
Y la reacción de ella me sorprendió enormemente... Rápidamente, y antes de haberle siquiera dirigido la palabra a mi hijo, me sugirió eximirlo de inglés. Su argumento fue sencillo: ella tiene experiencia con "estos niños" y sabe qué es lo mejor para ellos.
No puedo ni imaginar mi expresión en el momento en que la escuché... una mujer que no sabe quién ni cómo es Cristóbal discriminándolo a priori por ser uno de "estos niños"!!!
Lo más amablemente que pude, le expliqué que mi hijo es brillante, que siempre ha sacado nota máxima y que puede aprender lo que se proponga en esta vida si hay alguien dispuesto a repetirle en caso de necesitarlo. "Te pido que primero conozcas a mi hijo y luego hablamos de este tema", agregué, aguantando la impotencia enorme que se siente cuando alguien pretende segregar a tu hijo sin siquiera conocerlo.
Evidentemente, sé que la intención de la profesora no era discriminarlo, sino facilitar-le y facilitar-se la vida, sin embargo, no sé si en algún momento podrá ella sopesar las consecuencias que una actitud como la suya puede tener a nivel emocional en un niño con necesidades especiales.
El día anterior al primer dictado de inglés, yo tuve mucho trabajo y no pude ayudar a mi hijo a estudiar. Sin embargo, procuré que pudiera hacerlo con ayuda porque POR PRIMERA VEZ EN MI VIDA me importó que mi hijo sacara nota máxima.
Por supuesto, se sacó un 7 (como casi siempre) que llegó exhibiendo a la casa feliz y con alivio. Para él también era importante demostrale a la profesora de lo que es capaz.
Me pregunto cuántes veces, y sin quererlo, habré discriminado yo a alguien pensando que su discapacidad no le va a permitir lograr tal o cual cosa. Me pregunto cuántas veces habré etiquetado a alguien sólo por su diagnóstico, sin saber su nombre, sin conocer sus ganas de salir adelante, sin ver a la persona sino a la etiqueta.
Sin duda, mi hijo Cristóbal le dará una lección este año a su profesora de inglés. Y tengo la esperanza de que gracias a él, ella nunca más vuelva a hablar de "estos niños" sin darse el tiempo de mirar a cada uno a los ojos y conocer al ser humano detrás de la etiqueta.

viernes, 18 de marzo de 2011

Vidas Múltiples

Por muy mamá que sea yo de estas tres criaturas, sé que estoy lejos de saber lo que se siente ser hermanos múltiples. En esto, como en muchos aspectos relacionados con mis hijos, soy sólo espectadora, sólo un testigo de algo que no puede ser explicado ni replicado si no lo has vivido.
Sin embargo, confío en que el haber estado tan cerca de ellos me ha enseñado muchísimo y me ha ayudado a derribar algunos mitos en torno al tema. Son creencias populares que surgen tal vez de la ignorancia o del deseo de atribuir características especiales a una relación poco común como la que se genera de haber compartido el útero materno.
Hace unos años ya, mis hijos se paseaban por el patio del jardín infantil tomados de las manos, y sus profesoras, en su afán por individualizarlos, les prohibían estar siempre juntos. Intentaban crear a la fuerza algo que, ellas no sabían, estaba en el "disco duro" de mi hijos.
Al contrario de lo que muchos pueden creer, ellos jamás se han confundido, siempre han sabido que son seres tan individuales y únicos como cualquier otro. Siempre han tenido sus nombres, sus pertenencias personales, sus gustos, sus ritmos y sus formas de ser definidos y diferentes. No hay riesgo de que se mimeticen. Nunca lo ha habido, y eso es algo que algunos no saben.
Simplemente se aman y muchas veces quieren estar juntos. Se conocen mucho, tienen códigos propios y son muy amigos.
No existe entre ellos esa conexión sobrenatural que le permite adivinar lo que siente o piensa el otro, no hay riesgo de perderse en la relación para abandonar el "yo". Es sólo amor, complicidad y deseos de seguir compartiendo la vida y de sentir que hay otro con el que siempre se puede contar.
Qué más quisiéramos los demás que participar de un vínculo amoroso tan puro y sano como éste. Qué más esperaría yo que este amor perdure para siempre, a pesar de los intentos que hacen algunos por "individualizarlos" y, de paso, intentar romper algo que les resulta extraño y, por lo tanto, amenazante.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Te Quiero Porque te Quiero (acerca de la discapacidad)

Mi hijo Pedro recibió el diagnóstico de parálisis cerebral a los pocos meses de nacido. Hoy es un niño que, motoramente, puede hacer de todo y con casi completa normalidad. Al parecer, hubo un error diagnóstico, pero esa es otra historia que, tal vez, algún día contaré.
Recuerdo esos meses de angustia e incertidumbre. Recuerdo a la kinesióloga que venía tres veces a la semana a hacerle terapia y a estresarme haciéndome notar todo lo que mi hijo NO podía hacer, todo lo que fallaba en él, todo lo que yo, como madre, debía esperar y nunca llegaba.
Recuerdo a los médicos mirándolo con cara de preocupación y mostrándome una y otra vez lo que no estaba bien. Recuerdo mi corazón latiendo a mil por hora mientras escuchaba términos médicos que no estaba segura de entener.
En muchas ocasiones, me pillé a mí misma mirando a Pedro como un niño espástico que no lograba mantenerse sentado sin apoyo, no como la guagua risueña y maravillosa que era, no como el angelito que le ganó a la muerte, no como el chinito que alegraba nuestros días con sus "conversaciones".
Hasta que llegó el día: uno cualquiera, sin saber cómo ni porqué, me cansé de esperar y decidí amarlo con todo, con sus faltas y su supuesta discapacidad. Fue como si, de un momento a otro, hubiese logrado integrar lo que amaba de él con lo que me hacía sufrir y vivir esperando.
Recuerdo haber pensado y decidido que si nunca lograba sentarse, tomar un lápiz o caminar, el amor enorme que le teníamos iría guiando nuestros pasos en la travesía que nos esperaba.
Entendí, por fin, que no era lo que hacía o dejaba de hacer lo que me llevaba a quererlo tanto. Entendí que lo quiero porque sí, que lo quiero porque lo quiero.
En mi trabajo con padres de niños con necesidades especiales, este logro muchas veces es el gran desafío y objetivo de la terapia. Esperar que un hijo tenga avances en su vida es natural... pero esperar a que eso ocurra para comenzar a vivir en paz es algo que me preocupa. Al finy al cabo, no tenemos la vida comprada y no sabemos cuánto tiempo nos queda para estar junto a nuestros hijos... y poder amarlos con (y no a pesar de) sus dificultades es un logro imprescindible para ser felices y hacer que nuestros niños lo sean también.

martes, 15 de marzo de 2011

Espejos

Llevo la matáfora del espejo en mi cartera. Como todo lo que hay en ella, es algo que muchas veces no uso, pero de lo que no puedo prescindir, ni como madre ni como psicóloga.
Hace pocos días, unos padres a los que acompaño en el rol de terapeuta en el largo y, a veces, duro proceso de aprender a criar a un hijo "diferente" me hicieron sacarla de la cartera y evocarla. Cada vez que la verbalizo se me hace más patente lo importante que es tenerla siempre presente... y llevarla a todas partes, en la cartera, en el bolsillo, en el gesto, en la mirada, en el tono de voz... en todo. Es por eso que elijo este tema para mi segundo post.
Somos los espejos de nuestros hijos. Es en nosotros en quienes se miran preguntándose "¿quién soy?", "¿cuánto valgo?", "¿para qué sirvo?", "¿qué podré llegar a lograr en la vida"?. Son nuestros gestos, nuestras palabras, el modo cómo los tratamos y las cosas que hacemos los que les dan respuestas a estas preguntas existenciales e inocentes que rondan en sus cabecitas todo el tiempo.
Y no se trata solamente de decirles continuamente lo bellos, inteligentes, simpáticos o amados que son... sino más bien de tratarlos acorde a estas palabras, aún cuando parezca que no nos están viendo (siempre lo están haciendo, aunque sea de reojo), aún cuando estemos enojados por una travesura o cansados de sus demandas.
A través de lo que hago y dejo de hacer mis hijos van aprendiendo qué pueden esperar de ellos mismos en los años venideros, cuánto respeto y amor merecen recibir del mundo externo, cuánta estima y cuidado pueden exigirse a ellos mismos respecto de su propia persona.
No es fácil como madre practicar continuamente esta regla. Muchas veces surgen espontánea y casi inconcientemente palabras y gestos que devalúan a los hijos. Muchas veces estás muy cansada para acogerlos (y hacerlos mirarse en ti como en un espejo que les devuelve la imagen de un ser digno de pedir y recibir contención). Muchas veces se nos escapan gestos de molestia hacia la persona que es el hijo más que hacia la travesura que hizo, hacia la palabra que dijo o hacia el gesto específico que no nos gustó.
Mi hijo hipoacúsico quiere ser cantante cuando sea grande. Antes quiso ser superhéroe, masajista, tenista, bombero... pero de un tiempo a esta parte está decidido a ser cantante. Y no escucha bien, por lo que las melodías que salen de su boca suenan desafinadas y destempladas. Le falta criterio de realidad, lo sé, pero le sobra confianza en sí mismo y en que, con esfuerzo, llegará a lograr lo que se proponga en esta vida. Me siento orgullosa de haber sido el espejo que le devolvió la imagen de un niño que vale tanto como para proponerse lograr metas casi imposibles. Me siento reconfortada al verlo elegir su futura profesión sin ponerse etiquetas, sin pensar en un "no puedo", sin ponerse límites ni un techo que le impida volar.

domingo, 13 de marzo de 2011

Así Comenzó Todo.

Nuestra historia (como la de cualquiera) es dificilísima de resumir. De hecho, la he convertido en un libro que, lamentablemente, permanece aún guardado por ahí esperando que alguien se interese en publicarlo. Definitivamente, mi necesidad de compartir experiencias es potente... y el comenzar este blog es una más de las múltiples consecuencias de ésta.

Tengo 35 años, soy casada, vivo en Santiago de Chile y soy la orgullosa, agotada y afortunada madre de tres niños que nacieron con un par de minutos de diferencia unos de otros.
Cualquiera que no haya vivido la experiencia de la maternidad múltiple, podrá imaginar lo caótica y compleja que resulta. Sin embargo, hay aspectos de ella, que, presiento, resultan inimaginables para quienes no comparten este mundo.
El título de esta entrada dice que comentaré cómo comenzó todo... así es que quedo en deuda si no menciono un embarazo complicadísimo que terminó 10 semanas antes de lo presupuestado. Después de aquello, vino el caos, la enfermedad y la muerte muchas veces pisándonos los talones. Puedo resumirlo diciendo que muchas de las complicaciones que pueden tener tres guaguas prematuras extremas llegaron a entristecer y complejizar los primeros años de las vidas de mis hijos.
Demás está decir que tanta enfermedad y agotamiento trajo consigo una crisis familiar y personal de la que, sin duda, salimos más fortalecidos y sabios de lo que fuimos.
Hoy somos los 4 personajes que se ven en la foto (al padre no lo incluyo hasta conseguir su autorización expresa). Felices es la palabra que resumiría nuestro estado actual. A pesar de todo, llegamos a donde siempre esperamos arribar: somos una familia "normal" que vive feliz su cotidianidad.
Secuelas de la prematurez quedaron algunas. Mi hijo Cristóbal es un niño encantador, precioso, brillante, reflexivo e hipoacúsico. Se maneja bastante bien gracias al uso de audífonos, su inteligencia y la ayuda y apoyo incondicional de los niños y adultos que lo amamos.
Pedro, mi otro hijo, es un niño reflexivo, alegre e intenso que tiene algunas dificultades a nivel motriz, pero muy leves en relación a lo que los médicos esperaron de él durante los primeros años de su vida.
Antonia, mi única niña, la más amorosa y dulce del mundo, lleva consigo, y muy a pesar mío, el estigma de ser una hermana parentalizada, lo que implica que muchas veces se comporte más como madre que como par de sus propios hermanos.
Tengo muchísimo qué decir acerca de lo que nos toca vivir. Cada día aparece un nuevo desafío que me llava a reflexiones que, en ocasiones, no encuentro con quién compartir. También tengo mucho qué aprender... a pesar de que ya han pasado 8 años, sé que esto recién empieza... y no pienso seguir perdiéndome la oportunidad que la vida moderna me da de abrir canales de comunicación con otros padres o profesionales que puedan ser un aporte en nuestras vidas.
Eso es todo, por ahora. ¡¡¡Bienvenidos a este nuevo blog!!! Y Bienvenidas sean también las dudas, opiniones o experiencias que puedan aportarme a través de él.