Antes de comenzar a escribir este post, necesito aclarar que espero no ofender ni hacer sentir violentado a nadie con su contenido. Intentaré ser lo más explicativa posible, de manera que se entienda que son cosas que, a veces, nos ocurren a los padres de niños con necesidades especiales. Nadie quiere que le ocurra, nadie lo busca, y la mayoría luchamos contra esta sensación con toda la fuerza que tenemos.
Quienes han seguido mi blog, ya saben parte de nuestra historia. Para quienes aún no nos conocen, haré un breve resumen: de mis trillizos, uno de ellos tuvo a los 4 meses de edad una infección derivada de una operación de reflujo gastroesofágico que lo mantuvo durante un mes y medio en la UTI en riesgo vital. Después de aquello, nunca volvió a poder comer por su boca como los hacía antes, por lo que fue necesario usar una sonda nasogátrica y, meses más tarde, operarlo para hacer una gastrostomía e instalar un botón a través del cual lo alimentábamos directamente de la piel de su abdomen hasta su estómago. Durante ese mes y medio que estuvo en la UTI, su cuerpo se volvió hipotónico, y comenzaron a aparacer otras signos de un severo daño neurológico (que más tarde fue descartado, pero esa ya es otra historia). Y como si fuera poco, también por esos días se corroboró el diagnóstico de hipoacusia bilateral profunda (en lenguaje coloquial: sordera total).
Éste era el escenario el día en que lo dieron de alta. Llegó a nuestra casa sin saber sonreir, con la mirada perdida y tremendamente triste. No parecía reconocernos, no disfrutaba de nuestras caricias y juegos, estaba "ido" y nada parecía ayudar a conectarlo con la realidad.
A medida que fuimos aprendiendo a alimentarlo por su sonda, comenzamos a notar que los síntomas del reflujo que nos llevó a operarlo no habían desaparecido. Si bien la comida ya no podía salir de su cuerpo debido a la operación, aparecían unas arcadas enormes que lo dejaban exhausto, con los ojos llorosos y con gran padecimiento físico. Sólía llorar y quejarse muchas, muchísimas horas diarias, su adbomen se distendía y nada, absolutamente nada parecía aliviarlo. Mis brazos no eran su refugio, como siempre esperé que lo fueran. Todo se veía negro a través de mis ojos cansados y tristes.
Y una pregunta inconfesable y horrible aparecía en mi cabeza: ¿Valdrá la pena que haya sobrevivido? ¿Será ésta una forma digna de vivir?
Pocas, muy pocas personas escucharon esta pregunta de mi boca. Una de ellas me juzgó. La otra intentó convencerme de lo contrario con argumentos poco convincentes. Hubo una cuyos ojos se llenaron de lágrimas y guardó silencio (entendí que se preguntaba lo mismo que yo y que no tenía respuesta). Sólo mi terapeuta, la psicóloga a la que acudí debido a lo dura que se había vuelto mi situación vital, me contuvo, me acogió y pareció comprender lo profundamente doloroso que era pensar siquiera en este tema.
Debo decir que este pensamiento es uno de lo que que más lágrimas me ha robado en la vida. Me atormentaba, me perseguía, me hacía sentir confundida y horrorosamente culpable.
Sólo él, ese hijo chiquitito que apenas aprendía a jugar, logró darme la respuesta que necesitaba y borrar para siempre de mi cabeza esa pregunta horrible cuya respuesta parecía no existir. Una tarde, luego de haber sido alimentado y hacer arcadas, una tras otra, se sentó, tomó una pelota que estaba cerca y se puso a jugar con ella y a sonreir. Fue un momento mágico: por fin vi lo que antes no pude ver: SI PARA ÉL VALÍA LA PENA HABER SOBREVIVIDO, ¡CLARO QUE LA VALÍA PARA MÍ TAMBIÉN!
Debo agregar que, a pesar de las múltiples dificultades que seguimos enfrentando durante varios años, nunca más apareció en mi cabeza esa tormentosa pregunta.
Y debo decir también que comprendo con toda el alma que quienes se preguntan lo que yo me pregunté son seres humanos, y tienen derecho a pensar y sentir lo que piensan y sienten. Sólo espero que todos ellos puedan ver en sus hijos la respuesta: si para ellos la vida vale la pena, entonces, nuestros hijos están en el lugar indicado.