lunes, 27 de junio de 2011

Mi Pregunta Secreta

Antes de comenzar a escribir este post, necesito aclarar que espero no ofender ni hacer sentir violentado a nadie con su contenido. Intentaré ser lo más explicativa posible, de manera que se entienda que son cosas que, a veces, nos ocurren a los padres de niños con necesidades especiales. Nadie quiere que le ocurra, nadie lo busca, y la mayoría luchamos contra esta sensación con toda la fuerza que tenemos.

Quienes han seguido mi blog, ya saben parte de nuestra historia. Para quienes aún no nos conocen, haré un breve resumen: de mis trillizos, uno de ellos tuvo a los 4 meses de edad una infección derivada de una operación de reflujo gastroesofágico que lo mantuvo durante un mes y medio en la UTI en riesgo vital. Después de aquello, nunca volvió a poder comer por su boca como los hacía antes, por lo que fue necesario usar una sonda nasogátrica y, meses más tarde, operarlo para hacer una gastrostomía e instalar un botón a través del cual lo alimentábamos directamente de la piel de su abdomen hasta su estómago. Durante ese mes y medio que estuvo en la UTI, su cuerpo se volvió hipotónico, y comenzaron a aparacer otras signos de un severo daño neurológico (que más tarde fue descartado, pero esa ya es otra historia). Y como si fuera poco, también por esos días se corroboró el diagnóstico de hipoacusia bilateral profunda (en lenguaje coloquial: sordera total).

Éste era el escenario el día en que lo dieron de alta. Llegó a nuestra casa sin saber sonreir, con la mirada perdida y tremendamente triste. No parecía reconocernos, no disfrutaba de nuestras caricias y juegos, estaba "ido" y nada parecía ayudar a conectarlo con la realidad.

A medida que fuimos aprendiendo a alimentarlo por su sonda, comenzamos a notar que los síntomas del reflujo que nos llevó a operarlo no habían desaparecido. Si bien la comida ya no podía salir de su cuerpo debido a la operación, aparecían unas arcadas enormes que lo dejaban exhausto, con los ojos llorosos y con gran padecimiento físico. Sólía llorar y quejarse muchas, muchísimas horas diarias, su adbomen se distendía y nada, absolutamente nada parecía aliviarlo. Mis brazos no eran su refugio, como siempre esperé que lo fueran. Todo se veía negro a través de mis ojos cansados y tristes.  

Y una pregunta inconfesable y horrible aparecía en mi cabeza: ¿Valdrá la pena que haya sobrevivido? ¿Será ésta una forma digna de vivir?

Pocas, muy pocas personas escucharon esta pregunta de mi boca. Una de ellas me juzgó. La otra intentó convencerme de lo contrario con argumentos poco convincentes. Hubo una cuyos ojos se llenaron de lágrimas y guardó silencio (entendí que se preguntaba lo mismo que yo y que no tenía respuesta). Sólo mi terapeuta, la psicóloga a la que acudí debido a lo dura que se había vuelto mi situación vital, me contuvo, me acogió y pareció comprender lo profundamente doloroso que era pensar siquiera en este tema.

Debo decir que este pensamiento es uno de lo que que más lágrimas me ha robado en la vida. Me atormentaba, me perseguía, me hacía sentir confundida y horrorosamente culpable.

Sólo él, ese hijo chiquitito que apenas aprendía a jugar, logró darme la respuesta que necesitaba y borrar para siempre de mi cabeza esa pregunta horrible cuya respuesta parecía no existir. Una tarde, luego de haber sido alimentado y hacer arcadas, una tras otra, se sentó, tomó una pelota que estaba cerca y se puso a jugar con ella y a sonreir. Fue un momento mágico: por fin vi lo que antes no pude ver: SI PARA ÉL VALÍA LA PENA HABER SOBREVIVIDO, ¡CLARO QUE LA VALÍA PARA MÍ TAMBIÉN!

Debo agregar que, a pesar de las múltiples dificultades que seguimos enfrentando durante varios años, nunca más apareció en mi cabeza esa tormentosa pregunta.

Y debo decir también que comprendo con toda el alma que quienes se preguntan lo que yo me pregunté son seres humanos, y tienen derecho a pensar y sentir lo que piensan y sienten. Sólo espero que todos ellos puedan ver en sus hijos la respuesta: si para ellos la vida vale la pena, entonces, nuestros hijos están en el lugar indicado.

sábado, 25 de junio de 2011

Herramientas Para Nuestros Niños (Parte III)



No es extraño conocer adultos que, a pesar de ser personas perfectamente "normales", tienen dificultades para contactarse con sus emociones. Muchas veces lloramos de rabia, reímos de nervios o nos enojamos porque algo triste nos ha ocurrido. Somos personas grandes y muchas veces tenemos problemas para reconocer lo que estamos sintiendo, ponerle un nombre y expresarlo adecuadamente. El origen de esta dificultad es la forma cómo fuimos criados. Muchos padres creen aún que decirle a su hijo "no pasa nada" o "no te enojes" va a ayudarlo, cuando, en realidad, lo que está haciendo es impedir que el niño aprenda a reconocer lo que siente, validarlo como una emoción normal y poder expresarla adecuadamente.

Es impresionante la pobreza de vocabulario que tenemos para hablar acerca de lo que sentimos. Los más "evolucionados" solemos utilizar unos 7 o 10 términos que se limitan al miedo, la rabia, la tristeza, el amor, la alegría, la vergüenza... y no mucho más que eso.

Creo firmemente que una de nuestras labores como padres, educadores, terapeutas y formadores es la de educar a niños más sanos emocionalmente de lo que es nuestra generación. Niños que cuenten con una amplia gama de posibilidades para expresar sus emociones, niños que se sientan con derecho a sentir lo que sienten, aunque no siempre sean emocionones o sentimientos agradables.

Es por esto que hoy les presento este set de cartas llamado "Soy y Siento". Contiene una gran cantidad de láminas con dibujos de caritas muy expresivas, y debajo de ellos aparece el nombre de alguna emoción o sentimiento. A modo de ejemplo, puedo contarles que hay una tarjeta para "asqueado", una para "frustrado", otra para "optimista", una para "deprimido", otra para "descontrolado", una para "confiado", otra para "abandonado" y así, un largo etcérera de emociones que todos hemos sentido alguna vez pero que ni nosotros, los adultos, a veces logramos reconocer y hablar de ellas.

Estas tarjetas se pueden usar de diversas formas. En el interior de su caja hay un manual con algunas sugerencias, pero sólo son eso, sugerencias. En mi trabajo con Psicóloga infanto-juvenil suelo usarlas mezcladas con algún juego de mesa, de manera tal que el niño sienta la motivación de jugar al mismo tiempo que vamos hablando de nuestras emociones. Lo que hago es que, antes de tirar el dado, por ejemplo, el niño o yo debemos sacar una carta y narrar una situación en que sentimos la emoción que nos tocó al azar. Muchas veces, los niños no saben qué significa la palabra... Y ése es un buen momento para enseñarle acerca de su significado. Por ejemplo, si al niño le toca la tarjeta que dice "frustrado" yo le explico que es lo que se siente cuando deseas que algo resulte de alguna manera, y, por algún motivo, no resulta como lo esperabas.

Afortunadamente, nuestros niños suelen ser bastante flexibles y abiertos para hablar de sus experiencias, y rápidamente evocan una situación en que se sientieron frustrados (como el ejemplo que puse) y hablan de ello con bastante naturalidad. Debo decir que para que el niño sienta que el adulto es un modelo y para mostrarle que hablar de las emociones es algo bueno y sanador, yo también participo del juego, narando situaciones cotidianas en las que he sentido tal o cual emoción según la tarjeta que me toque.

No queremos que nuestros hijos lleguen a la adultez deprimidos o reprimidos sin saber cómo llegaron a estarlo. Queremos que sean adultos sanos, que logren distinguir y hablar a tiempo de sus emociones. Y eso se logra educándolos desde la más temprana infancia.

Recomiendo esta herramienta tanto a profesionales como a padres. Al menos yo la utilizo muchísimo y he tenido grandes resultados con ellas.

Si quieres saber cómo obtenerla, pueden entrar en la página www.munditodt.cl. Se hacen despachos a domicilio o se pueden comprar en diferentes tiendas de Chile. No sé si han llegado a distribuirse fuera del país, pero, por la calidad de sus materiales, no dudo que muy pronto llegarán a otros países.

jueves, 23 de junio de 2011

Prematurez (Parte IX): Todos Bajo el Mismo Techo

De derecha a izquierza: Cristóbal, Pedro y Antonia.


No sé si existirán palabras para expresar lo que sentí el día en que, finalmente, tuve a todos mis hijos en la casa. Fue una sensación de paz y tranquilidad enorme.

Recuerdo el día en que llegó Pedro como algo caótico. Fue al único al que muchos parientes y amigos no pudieron ver a través del vidrio que nos permitía mostrar a nuestros hijos a quienes no lo conocían. Por eso, el día en que llegó a nuestra casa fue uno lleno de visitas, ruido y felicidad. Y también algo de estrés, hay que decirlo. El hecho de que su capacidad de succión fuese tan débil y que se cansara al tomar su mamadera, me hacía sentir insegura acerca de poder alimentarlo bien. Sin embargo, mi chinito supo darme traquilidad y, al menos ese primer día, acabó todas sus mamaderas con 60 ml. de leche. Ahora que lo pienso, era tan poco y su cuerpo chiquitito apenas lograba reunir la fuerza para succionar esa pequeña cantidad.

Esa noche supe que empezaba lo bueno: con tres niños prematuros a nuestro cargo, el asunto se volvía más complejo que nunca. Siempre faltaban manos para acunar tres cuerpos, cambiar tres pañales y alimentar tres bocas. También estaba presente el miedo de no hacerlo bien, de comenter errores que pudieran hacer que algo muy grave ocurriera con nuestros tan delicados hijos. Sin embargo, lo que recuerdo con más claridad fue el momento de irme a dormir.

Me acosté en mi cama, agotada, y sentí por primera vez una sensación maravillosa que muchas veces he vuelto a vivenciar: mis tres hijos estaban conmigo, bajo mi techo, estábamos todos juntos, ya no había pedacitos de mi alma repartidos por ahí. Nada malo podía pasarnos mientras estuviésemos todos. Por fin éramos una familia "normal" que se aprontaba a dormir y no había partes de mi alma o de mi mente instaladas lejos de nuestro hogar.

Hoy vuelvo a tener la misma sensación en muchas ocasiones. Se me hace vívida cada vez que estamos todos juntos. En esos momentos, suelo olvidar el celular en cualquier lugar de la casa. Todas las personas que más me importan están a mi lado, así es que no necesito estar accesible por si algo malo llega a ocurrir. Es una indescriptible sensación de estar completa y de no necesitar nada más. Es la felicidad encarnada en paz.

No he vivido sensación más placentera que esa: la certeza de que todo lo que se ama está al alcance de tu mano. Basta con estirarla para tocar los cuerpos tibios de tus hijos durmiendo. Sencillamente inolvidable.

miércoles, 22 de junio de 2011

También Nos Equivocamos

En mi ejercicio profesional hay muchas cosas que me sorprenden. No podría ser de otra manera: las personas a las que atiendo en mi consulta son diferentes a mí y no es mi labor intentar hacerles creer que mi manera personal de ver o hacer las cosas es la mejor de todas. Es más, sería poco ético de mi parte hacer algo así. Cada uno con sus creencias y con su modo particular de resolver los problemas.

Pero hay creencias que prefiero intentar modificar en los padres de mis pacientes, siempre bajo el convencimiento de que no están beneficiando a sus hijos a través de ellas. Una que me ocupa y preocupa es la tendencia a hacerles creer a los hijos que los padres no se equivocan ni se han equivocado jamás.

Es mucho más común de lo que me gustaría escuchar a los padres de mis pacientes decir que ellos nunca les han contado ni les contarían a sus hijos que alguna vez obtuvieron una mala nota en el colegio durante su infancia, que hicieron travesuras como cualquier niño ni que fueron castigados o retados por sus padres. Tampoco son capaces de reconocer sus errores en el presente ni pedir perdón a sus hijos cuando la situación lo amerita.

Esta mañana, mientras peinaba a mi hija Antonia, ella empezó, como casi todos los días, a quejarse porque le dolía el que yo estuviera desenredando los nudos que naturalmente se forman en su pelo largo. Al parecer, hoy me levanté con el pie izquierdo y la paciencia no me alcanzó para tolerar sus quejidos y fui brusca con ella: la reté fuerte porque todas las mañanas hace lo mismo, y me hace sentir muy mal el hecho que lo que hago yo con su pelo la haga sufrir. No fui tolerante con ella, ni menos aún, me puse en su lugar.

Unos minutos más tarde me acerqué a ella, la abracé y le pedí perdón por mi reacción. Sé que no es su responsabilidad que su pelo decida enredarse durante las noches y que le duela cuando paso el cepillo para desenredarlo. Sé que no es su culpa tener un cuero cabelludo algo sensible y sentir dolor todas las mañanas mientras intento peinarla. Me abrazó llorando, nos dimos un beso y me perdonó por mi exabrupto. Eso fue todo. No hubo más malas caras ni sentimientos de culpa. El haberla mirado a los ojos y haber reconocido que también me equivoco nos alivió a ambas.

Mis hijos partieron camino al colegio y me quedé pensando acerca de este tema. Me gustaría que todos los padres del mundo supieran el alivio que se siente cuando te paras frente a tus hijos como un ser humano que también se equivoca, se cansa y puede fallar. Me gustaría que todos los niños pudieran tener la experiencia reparadora de un padre o una madre que reconoce sus debilidades y, de paso, les enseña acerca de la humildad.

¡Qué difícil es convencer a un niño acerca de que errar es humano cuando tienen padres que jamás asumen sus propias fallas! ¡Qué antinatural resulta el hecho que tu modelo a seguir (tu padre o tu madre) intenten aparecer como personas infalibles! De esa manera, el niño nunca dejará de sentirse poca cosa, nunca logrará mirarse con compasión y comprender que ha hecho todo lo posible por superarse, aún cuando los resultados no hayan sido los esperados.

Soy una convencida de que nuestros hijos necesitan vernos caer y volver a ponernos de pie. Es la única forma de enseñarles a hacerlo ellos mismo a través de la vida. Es la única manera de que aprendan a amarnos y aceptarnos como somos, y, más importante aún, a amarse y aceptarse con sus fortalezas y debilidades.

Si no lo han hecho nunca, los invito a pedirles perdón a sus hijos por algún error que hayan cometido. Los invito a reirse de uds. mismos delante de ellos o a contarles lo que sintieron el día que recibieron una mala nota en el colegio... En fin, a mostrar que son seres humanos y no semidioses que jamás se equivocan. Verán cómo sus hijos se lo agradecerán y se sentirán mucho más contenidos, comprendidos y aliviados frente a sus propias fallas. Verán cómo el hecho de sentir que tienen padres humanos los hará sentir más acompañados que desilucionados. Acerca de este tema, no tengo dudas.

martes, 21 de junio de 2011

Ser Diferente

Todos somos diferentes. Amo la diversidad. Dentro de sus posibilidades (no hay que olvidar que todavía son niños pequeños y que algunos asuntos "les quedan grandes" en cuanto a su nivel de análisis y comprensión de la realidad) me encanta que mis hijos vayan día a día enterándose del valor que tiene la diferencia entre los seres humanos. Recuerdo un día, hace no mucho, en que mi hija llegó del colegio diciendo que los gays eran hombres asquerosos que se besaban con otros hombres. Sin decir absolutamente nada, prendí el computador, entré a google y busqué una foto de Miguel Bosé, uno de los cantantes favoritos tanto mío como de ella. Siempre lo escuchamos en nuestros viajes en auto, pero su aspecto físico y sus preferencias sexuales eran temas acerca de las cuales ella no estaba enterada. Se lo mostré y le pregunté si le parecía guapo, me respondió que sí. Luego le dije: "Este hombre es Miguel Bosé, el que canta esas canciones que a las dos nos encantan y que escuchamos en el auto. Es un hombre encantador, inteligente, guapísimo y un gran artista. Y es gay. ¿Todavía te parece que los gays son hombres asquerosos? A mí me parece que son diferentes a la mayoría de las personas, pero asquerosos, jamás". Fue fácil. Mi hija aún cree en lo que yo digo y quedó absolutamente convencida de que la amiguita que había dicho ese comentarios acerca de los homosexuales estaba profundamente equivocada.

Y así... me ha ocurrido lo mismo con niños más gorditos, con otros demasiado altos o personas que profesan otras religiones. No ha sido difícil hacerles ver a mis hijos que la diversidad nos enriquece y es parte de la vida.

Sin embargo, cuando se trata de la discapacidad de mi hijo Cristóbal, de su hipoacusia, me es más difícil usar el mismo discurso. El motivo: él sabe que, en algún sentido es diferente a los demás, pero también sabe que hay algo que le falta, algo que falla en él: sus oídos. Sigo usando el discurso del valor de la diversidad con él, pero sé que en su cabecita queda dando vueltas el asunto. Hay algo que no calza: él no sólo es diferente en este aspecto, él tiene algo que falla en su cuerpo, y eso duele. No se trata de ser colorín, de tener pecas o de profesar una religión distinta a la de los demás... se trata de un asunto que no anda bien en su cuerpo y que no puede ser reemplazado ni con toda la tecnología del mundo.

Temo que, en algún lugar de su corazón se esté tejiendo la idea de que no sólo es diferente, sino más bien inferior a los demás. Es cierto que compensa su discapacidad con una inteligencia privilegiada, una habilidad sorprendente para prestar atención a los detalles, un talento artístico innato y una empatía que lo hacen ser un niño muy, muy especial. Siempre estoy recalcando éstas y otras virtudes en él, pero no puedo, y creo que no debo bajar el perfil al hecho que sus oídos no funcionan bien y eso no es una simple diferencia, es una discapacidad que le (nos) duele a ratos y que, probablemente, hubiésemos querido evitar.

En ocasiones siento que decirle que él es así porque las personas somos diversas es una pequeña mentira. A veces siento que debo ser más honesta y hacerle saber que sé lo que siente acerca de su hipoacusia. A veces pienso que él debiera saber que, al igual que él, si creyera en la magia, pediría el mismo deseo cada vez que soplo las velas de mi torta de cumpleaños: que sus oídos funcionen como los oídos de las personas oyentes. Sin embargo, como soy su madre y no creo en la magia, sigo hablándole de la diversidad como si hablara de algo banal. A veces me huele que esto lo hace sentir algo solo con un asunto que no deja de dar vueltas en su cabeza y que quisiera poder cambiar, aunque para eso tuviera que regalar todos sus legos, sus figuritas de colección y los juguetes que atesora con tanto cariño. A veces no sé cómo afrontar el tema sin bajarle el perfil ni agrandarlo. El límite es muy difuso, y, en ocasiones, me es difícil encontrarlo.

Claramente, Cristóbal sabe que ser hipoacúsico implica que algo falla en su cuerpo. Sabe también que me ocuparé del tema hasta el día en que sea mayor de edad y haya aprendido a hacerse cargo de sí mismo sin ayuda. Pero no sé si sabe cuánto dolor sentí el día que recibí la noticia y cómo me hubiese gustado evitarle el tener que enfrentar el mundo con un sentido que funciona a medias. Desearía que lo supiera para que se sientiera algo más acompañado en la tarea de enfrentar el mundo con su discapacidad. Sin embargo, quisiera, al mismo tiempo, manterener en él la idea de que la diversidad enriquece el mundo en que vivimos. Aún no encuentro la forma de hacer las dos cosas a la vez. Temo que sienta que es una víctima, porque creo, de corazón, que no lo es. Ya lo dije: es un niño privilegiado, profundamente amado por quienes lo rodeamos y con miles de herramientas para salir adelante y lograr lo que se proponga en la vida. Difícil será resolver el conflicto que ronda en mi cabeza desde ya hace algunos años.

domingo, 19 de junio de 2011

Derribando Mitos Acerca la Maternidad Múltiple

Entre los 15 y los 18 años viví junto a mi familia en una casa vecina a la de unos trillizos. Recuerdo cómo mi madre, mi hermana y yo nos asomábamos por la ventana a verlos pasar cada vez que salían a pasear en su coche triple con su madre y la señora que los cuidaba. Los mirábamos embelesabas imaginando cómo sería la vida de esa familia que había tenido la bendición de tener 3 hijos al mismo tiempo. Muchas fantasías se paseaban por nuestras cabezas, pero jamás se nos pasó por la mente que seríamos nosotras mismas protagonistas de una historia similar: la de recibir trillizos en nuestra familia.

Hoy, después de más de 8 años siendo madre múltiple, puedo decir que muchas de las ideas que teníamos acerca de este tipo de maternidad eran sólo mitos y fantasías generadas a partir de la ignorancia y los deseos de atribuirle características especiales a las familias que tienen la fortuna de recibir a varias guaguas al mismo tiempo.

El primer mito es aquél que dice que los padres múltiples reciben ayuda económica, ya sea del estado, de los parientes y familiares o de personas anónimas que se conmueven con el caso y deciden aportar dinero, pañales, leche etc. Debo decir que del Estado Chileno, nada de nada. De los familiares y amigos, depende mucho de cada familia. Algunos hemos tenido la suerte de ser ayudados por parientes que pudieron hacerlo, pero el general de las familias se encuentran absolutamente abandonadas en este sentido... No siempre existe algún pariente que pueda aportar dinero. En cuanto a las donaciones anónimas, éstas suelen surgir a partir de los medios de comunicación, sin embargo, la mayoría de los casos de embarazos múltiples jamás pasan por la televisión o los periódicos.

Otro mito muy popular es aquél que dice que si llora uno de los niños, lloran todos al mismo tiempo. Debo decir que, al menos en nuestro caso, esto ocurrió muy pocas veces. En general, lloraba uno a la vez, dormía siesta uno a la vez o se enfermaban de a uno. El resultado: siempre había una guagua llorando, una guagua durmiendo y otra a la que había que entretener o distraer. Las enfermedades también llegaban (o llegan) de manera diferida, lo que significa que un virus que dura una semana implica tres o más semanas de ver convertida tu casa en un verdadero hospital.

Uno de los mitos que más me sorprende es un comentario común entre las personas que se enteran que soy madre múltiple: "¡Oh, qué maravilla, tienes tres iguales!". Frente a esta exclamación, siempre me apuro en responder que no son iguales porque no son gemelos, sino mellizos entre sí. Sin embargo, siempre noto que es más fascinante para los demás quedarse con la idea de que son idénticos. Seguramente, esto lo hace aparecer como un fenómeno más sorprendente. De hecho, la mayoría me pregunta si son todos hombres o todas mujeres, y parecen un poco desilucionados cuando les digo que tengo una niña y dos niños y que son completamente diferentes entre sí. La idea de conocer un "fenómeno de circo" los entusiasma más que la de enterarse que son tan distintos y normales como cualquier grupo de hermanos.

También existe el mito de que los padres múltiples no dormimos. Efectivamente, esto suele ocurrir durante los primeros meses (en nuestro caso, un poco más de un año debido al reflujo ácido de dos de mis hijos). Sin embargo, una vez pasada esta etapa, los padres de múltiples dormimos tanto como cualquier otra pareja de padres de tres o más niños. Es decir, nuestras noches son "normales" y nuestras mañanas empiezan temprano debido a que el reloj biológico de cualquier niño pequeño lo hace despertar a una hora en que sus papás desearían seguir durmiendo.

Muchas veces me sorprendo a mí misma dando explicaciones acerca de porqué mi hija es más alta que mis dos hijos. En realidad, ni yo misma tengo una explicación. Simplemente son personas diferentes y alguno de ellos es más alto, otro más bajo, alguno más hábil en algún aspecto y otro más en otro. El afán de las personas por unificarlos los lleva a sorprenderse frente a cualquier diferencia evidente entre ellos, como si el hecho de haber nacido el mismo día los convirtiera en un solo ser dividido en tres, con las mismas caracterísiticas, los mismos gustos y las mismas necesidades.

Por último, uno de los mitos que más pesa sobre mi experiencia de la maternidad múltiples es aquél que dice que por tener tantos hijos al mismo tiempo, las madres múltiples debemos ser una especie de santas cuya paciencia y capacidad de entrega es infinita. Suelo recibir comentarios del tipo: "Yo con un hijo estoy volviéndome loca, debes tener mucha paciencia para haberlo hecho con tres". Y no, no soy una persona especialmente paciente ni tolerante. Simplemente me tocó este tipo de maternidad y he debido echar mano a todas las virtudes que tengo para salir adelante. Sin embargo, las madres y padres múltiples también colapsamos, también nos volvemos locos y debemos, cuando es posible, pedir muchísima ayuda para hacer las cosas lo mejor posible y cubrir, dentro de lo que se puede, las necesidades de cada uno de nuestros hijos.

En conclusión, la maternidad múltiple es algo que nos ocurre a personas "normales" y que no nos vuelve seres de otro planeta, así como tampoco a nuestros hijos. Ellos son niños como cualquier otro, sólo que tienen la suerte de tener hermanos de su edad con los que pueden compartir experiencias, juegos y peleas que otros niños no tienen con quien compartir. Eso es todo.



martes, 14 de junio de 2011

Hacer Diferencias Entre los Hijos

Hasta los 6 años (edad en que logró empezar a comer por la boca) mi hijo Cristóbal estuvo acostumbrado a quedarse dormido mientras pasábamos por su “gastro” la última comida del día. Nosotros no sólo lo permitíamos, sino que lo alentábamos a que se pusiera cómodo e intentara relajarse para alcanzar el sueño. Fue una de las formas que encontramos para aminorar su malestar: dormido parecía no sentir tan intensamente las náuseas que, invariablemente,  provocaba en él la llegada del alimento a su estómago. Probablemente, si hubiésemos preguntado a algún especialista, éste hubiese desaconsejado el método de alimentarlo dormido. Pero hace tiempo ya que habíamos dejado de consultar a los médicos sobre este tipo de temas.

El asunto es que, si bien motivábamos el que Cristóbal se durmiera durante la comida, no queríamos que lo hiciera mientras la familia compartía. No nos parecía justo que mientras sus hermanos comían y conversaban con nosotros, Cristóbal estuviera durmiendo o camino a hacerlo. Es por esto que decidimos alimentarlo después, cuando ya los otros niños se habían ido a acostar y los padres nos sentábamos a ver las noticias y a hablar de nuestros asuntos.

Algunas veces alcanzábamos a regalonear unos minutos en el tiempo que quedaba entre que sus hermanitos se acostaban y Cristóbal se instalaba para comer. A veces cantábamos los tres (papá, mamá e hijo) alguna canción, o nos "acurrucábamos" juntos en el sofá. Sé que a los tres nos gustaban esos momentos. Sé que a Cristóbal lo hacían sentir único por unos instantes. Sé que esos minutos me permitían intentar reparar lo sobrepasada que llegué a sentirme respecto de las demandas desmedidas de este hijo durante el día. Sé que estuvo bien que ocurriera ese instante mágico de a tres. Pero siempre me pregunté qué pasaba por los corazones de Pedro y Antonia.

 Jamás ninguno de mis otros dos hijos se ha quejó ni preguntó nada. Nunca  vi en sus caritas ni una sombra de enojo. Parecían haber nacido sabiendo que este hermano “especial” llevaba un peso grande que, de alguna u otra manera, debía compensarse con alguna pequeña ganancia.

Mi madre siempre me decía que mis otros dos hijos iban a cobrarme algún día la deuda que se generaba a partir del trato especial que a veces recibía Cristóbal. Me quedaba pensando y concluía que tal vez estaba en lo cierto. El caso es que esta vida es la que les tocó llevar, o más bien debería decir, la que nos tocó a los cinco. Y por más que pienso en cómo pudimos haber modificado lo que no era justo, no encuentro la manera de haberlo hecho.

Sólo espero que mis tres hijos hayan logrado darse cuenta que cada uno de ellos es mi favorito en algún sentido. Cada uno con su estilo y su modo diferente llega a mí y logra conquistarme como si fuera el único. Si alguna vez he hecho diferencias entre unos y otros, si alguno de ellos ha recibido más atención y cuidados, ha sido por motivos que la vida nos ha dado. A mis hijos no los quiero por igual, los quiero de manera muy diferente, pero en la misma medida a cada uno. Espero que lo hayan sentido siempre así y que no haya rencor acumulado ni deudas por cobrar en los corazones de Antonia y Pedro. Si ya es difícil ser una madre justa al criar hijos sin dificultades, cómo no iba a serlo criar a tres hijos con diferentes necesidades y de la misma edad.

Sé que éste suele ser un tema sensible entre las madres de niños con necesidades especiales que además tienen otros hijos. Sé que de alguna u otra manera comparto esta inquietud con muchos otros padres y madres que se preguntan cómo ser justos o compensar las injusticias cometidas sin quererlo con el hijo o los hijos que han recibido menos atención. Sé que es duro llegar a plantearse que, tal vez, se ha fallado o no ha sido posible multiplicarse para atender todas las necesidades de todos los hijos. Pero somos humanos, y no hay manera de no equivocarse, fallar o sentir que no se ha hecho todo a la perfección. Eso es lo que, creo, podemos trasmitirle a nuestos hijos. Nada tan valioso como un padre o una madre humildes que saben reconocer que no lo pueden todo y que más de una vez se han visto sobrepasados por situaciones de la vida.

domingo, 12 de junio de 2011

Prematurez (Parte VIII): Dejar a Un Hijo Solo en la Neo.

Mi hijo Pedro.



Recuerdo el alta de la primera hospitalización de Cristóbal como un momento de gran ambivalencia: la alegría de llevar a otro de mis hijos a la casa se mezclaba con la tristeza profunda de dejar a Pedrito solo en la Clínica. Ese día sentí por primera vez lo que es tener el corazón dividido. Ese día lloré largamente mientras salía con Cristóbal y dejaba a mi pollo metido en su cunita al fondo de esa sala fría.

De alguna manera, cuando tienes hospitalizados a todos tus hijos, sabes que tu corazón está ahí, con ellos. Nada te confunde, no hay nada del exterior que realmente te interese: todo lo que te importa está en el mismo lugar, toda tu energía puesta con ellos, todos tus pensamientos dirigidos hacia la clínica. Tener a dos hijos en la casa y a uno hospitalizado es una experiencia dolorosa. No puedes dejar de ver la diferencia entre la calidez de tu hogar y la frialdad de la clínica. No puedes estar tranquila disfrutando a unos mientras sabes que hay otro que está médicamente bien cuidado pero emocionalmente solo. Es muy duro, y lamentablemente, es una vivencia que más tarde se repitió una y otra vez durante el primer año de vida de mis hijos: no era raro tener a uno de ellos hospitalizados por algún motivo.

Ese día se hizo patente en mí la fragilidad de mis hijos. La necesidad de estar con Pedro y no dejarlo "abandonado" se acompañaba de la certeza de que su cuerpo era tan pequeño y frágil que tenía que necesitarme. Lo que llaman "instinto materno" se vuelve evidente en momentos como ése: es una necesidad animal de querer proteger al hijo que está en desventaja, al que parece más débil y necesitado en ese momento.

Más tarde he vuelto a sentir ese instinto muchas veces, tantas que siempre me parece raro y chocante escuchar decir que en los humanos no existe. Tal vez lo dicen personas que no lo han vivido porque no han tenido a sus hijos cerca de la muerte, o porque no han estado en la situación de sentir su vulnerbilidad de forma tan concreta. Sí, el instinto materno existe, y es tan potente que puede llegar a doler. Creo firmemente que la madres que aseguran haberse "enamorado" de sus hijos paulatinamente no saben cuánto los amaron desde el primer momento, simplemente porque no vieron sus vidas amenazadas y no supieron cuánto les hubiese dolido dejarlos o perderlos.

Seguramente es éste recuerdo el que viene a mi emoción hasta el día de hoy cuando siento la satisfacción de estar metida en mi cama junto a mis tres hijos. Es la vivencia de sentirse completa, de que nada te falta ni te preocupa: todos los que más te importan están contigo, no hay corazones divididos, no hay una parte de ti abandonada en otro lugar.

Supongo que esto es lo que no se puede describir ni contar acerca del amor materno. Mientras no lo has vivido, no puedes imaginar su fuerza.

martes, 7 de junio de 2011

"No se le Nota" (Acerca de la Discapacidad)

Hace unos días llevé a mi hijo Cristóbal a la peluquería y pedí que lo dejaran bien peladito. Así no debe peinarse, es más cómodo y evito que juguetee con un mechón de su pelo todo el tiempo, hábito que ya estaba por volverme loca. Y quedó lindo, precioso, muy parecido a cuando era más chico y yo le cortaba el pelo con la máquina de afeitar de su papá.

Esta tarde, al ir a buscarlo a su sala en el colegio, me encontré con la mamá de una niña de su curso. No es una compañera cualquiera, es una amiguita de mi hijo, que incluso ha venido a mi casa a jugar con él. Crucé un par de palabras con la madre de la amiguita y pronto salió con unas frases que han dado vueltas en mi cabeza toda la tarde: "¡Le cortaste el pelo a Cristóbal y recién me doy cuenta de que usa audífonos! ¡Es impresionante! ¡Realmente no se le nota! Si no hubiese sido por el corte de pelo, no me doy cuenta nunca". Sonreí y moví mi cabeza afirmativamente. Entendí que lo que dijo fue un cumplido, pero no pude evitar salir del colegio con una sensación extraña.

Sé que al decir que "no se le nota" quiso decir que ha desarrollado muy bien su lenguaje, que interactúa sin dificultad con niños y adultos, y que la ganancia auditiva que tiene con sus aparatos le permite funcionar como cualquier niño oyente. Eso me pone feliz, me hace sentir orgullosa de mi hijo y del trabajo que hemos hecho con él... pero no sé si quiero que no se le note.

Quiero que se le note que no es un niño cualquiera. Quiero que todos sepan que sus logros son fruto de mucho esfuerzo y amor. Me gustaría gritarle al mundo que me siento orgullosa de mi hijo, que es más sensible, más inteligente y más observador que otros niños, probablemente, gracias a su discapacidad. Me gusta que se note que va por la vida confiado y que hemos debido cruzar ríos de dudas y preguntas para que esto llegara a ocurrir. Quiero que todos sepan que estar en un colegio regular, tener amigos, salir al recreo e interactuar con otros es un logro suyo que ni en mis mejores sueños estaba escrito el día en que supe que es hipoacúsico.

Me confunde el ánimo de las personas por "normalizar" a un niño que tiene una discapacidad. Entiendo perfectamente que detrás de ello sólo hay buenas intenciones, pero cuando se lleva más de 8 años viviendo con un niño como el mío, empiezas a dudar si quisieras volver el tiempo atrás y verlo volver a nacer de nuevo sin su discapacidad. Probablemente, diría que no, ¿o sí? No lo sé. Lo que ocurre es que sé que él es quien es gracias, entre otras cosas, a su hipoacusia. Y no lo cambiaría ni por todos los niños oyentes del mundo.

domingo, 5 de junio de 2011

¿Vergüenza? (Acerca de la Diversidad)

Recuerdo una ocasión, hace unos tres o cuatro años más o menos, en que mi hijo Cristóbal se levantó la polera mientras esperábamos nuestro turno en la caja del supermercado. Nada especial: una madre con sus tres hijos esperando para pagar, y un niño que, aburrido, se levanta la ropa y deja al descubierto la piel de su abdomen. Lo diferente es que este niño llevaba un botón de gastrostomía conectado al estómago, y su madre, en un impulso que aún no logra explicar bien, se apuró en decirle que no lo hiciera, que bajase la polera.

- ¿Te da vergüenza, mamá? ¿No quieres que las personas me vean el "botón"? – Pregunta el niño, tan agudo y observador como siempre.

- No, no me da vergüenza tu "botón", no hay motivos para avergonzarse de él –  se apura en responder la madre - ¿Es que me has visto a mí levantar mi polera para mostrar la “guata” cuando caminamos por la calle? Es algo que no corresponde, simplemente eso.

Lo que dijo la mamá es una verdad, pero una verdad a medias, y sospecha que el niño lo sabe. Es demasiado inteligente como para contentarse con una respuesta tan simplista. El niño sabe que en él hay algo diferente, y no va a dejar de hacerse preguntas una y otra vez hasta saber qué sienten sus padres acerca de la diversidad. Sólo cuando tenga clara la imagen que sus cuidadores tienen de él, va a poder quedarse tranquilo y saber qué pensar y sentir acerca de sí mismo.

Sin embargo, esta madre estaba confundida. Realmente no sabía bien que sentía ni qué pensaba. Probablemente, se encontraba en medio de un proceso largo que la llevaría a tener respuestas más certeras para su hijo.
No era vergüenza, de ninguna manera. Sin embargo, a pesar del paso del tiempo, todavía no encuentro el término exacto para nombrar con precisión el sentimiento. ¿Se llamará pudor? ¿Habrá sido una necesidad de proteger la intimidad de mi hijo? ¿Una defensa contra la curiosidad y la lástima? ¿La ganas de “normalizar” a un niño que, en realidad, no era del todo “normal”? Probablemente la respuesta sea “Todas las anteriores y algunas razones más”.

Una amiga, muy cercana y querida por cierto, dijo alguna vez que ver cómo alimentábamos a Cristóbal era algo “chocante”. Una niña, muy querida también, dijo que la gastrostomía de mi niño le producía “pena y asco”. Un pariente, una persona de confianza, lloró frente a la imagen de mi hijo, su sonda y su jeringa llena de leche. Ésas eran las puñaladas que dolían tanto y que necesitaba esquivar. Suficiente tenía ya con el dolor de ver a mi hijo sufrir con sus náuseas constantes como para tener que lidiar con los “efectos secundarios” de su sufrimiento.

Tengo que reconocer que tal vez el hecho de pedirle que no levantara su polera en público, no tenía mucho que ver con protegerlo a él, sino más bien con defenderme a mí misma de dolores que llegaban como en oleadas y dejaban ardiendo el alma. Al fin y al cabo, nunca he sido perfecta, y a veces me han movido motivos más egoístas y centrados en mis propios procesos que en el bienestar emocional de mis hijos.

Si lo pienso bien, probablemente lo mejor para él hubiese sido mostrar al mundo de manera espontánea y natural su "botón". Era por mí, no por él que quise evitarlo esa tarde hace unos años en un supermercado. Y decirse eso, reconocer que a veces se está pensando más en uno mismo que en el propio hijo, no siempre es fácil. Quisiera creer que siempre estoy priorizándolos a ellos. Pero decir eso sería mentir. Los padres somos humanos y no siempre estamos en condiciones emocionales para poner a nuestros hijos por delante. Por eso nos equivocamos, por eso a veces marcamos sus almas sin quererlo.

jueves, 2 de junio de 2011

Soledad (Acerca de la Maternidad Múltiple)

Soy una de esas personas que disfrutan la soledad. Es más, muchas veces la busco porque realmente la necesito. Me gusta el silencio, me agrada ese tiempo conmigo misma para hacer cualquier cosa o, simplemente, para no hacer nada. Siempre he creído que la de saber estar sola es una habilidad, algo por lo que sentirme afortunada. No tengo la necesidad de buscar compañía, como les ocurre a otras personas.

Sin embargo, ser madre de múltiple es la antítesis a la soledad. Es el caos, el ruido, el movimiento, la invasión de los espacios. Es estar acompañada, apurada, demandada y colapsada, al menos durante los primeros años.

Luego, viene un tiempo en que la familia múltiple se transforma en algo parecido a lo que podría ser una "familia normal", una en la que cada uno puede exigir sus espacios, aunque sea por un lapsus de tiempo cortito, aunque a veces a los  hijos se les olvide respetar el silencio que la mamá pidió para sí misma y toquen la puerta mil veces para contarle algo que les pasó hoy en el colegio o para preguntar si pueden comer cereales.

El comienzo de este período de "normalización" fue extraño para mí. Deseaba tanto recobrar algo de tiempo para estar sola y sentir el silencio... Sin embargo, cuando mis niños tuvieron la edad suficiente como para que mi madre se atreviera a dar el paso de venir a buscarlos para pasar la tarde sola con ellos, sentí que la soledad me sobraba. Ya no sabía qué hacer con ella, ya no recordaba bien qué hacía "la otra Natalia" cuando estaba sola. Habían pasado muchos años y me había acostumbrado al ruido y el movimiento constante. A mi manera, me había enamorado de un estilo de vida caótico que, invariablemente, se adopta al ser mamá de múltiples guaguas al mismo tiempo. Mis hijos y mi madre se iban, y se producía un vacío tan fuerte como el ruido más agudo. Recorría la casa sin saber qué hacer. Recogía y guardaba algunos juguetes u objetos olvidados en algún rincón. Me sentía como cuando estás en compañía de alguien con el que te sientes incómodo y no sabes cómo actuar frente a él.

Ahora, dos o tres años después, he vuelto a acostumbrarme a la soledad que amo. Y lo mejor es que puedo adaptarme a una y otra situación y disfrutar ambas. Ya no estoy deseando tanto estar sola (aunque todavía a veces me ocurre, y con mucha intensidad) y cuando lo estoy, puedo disfrutarlo tanto como antes de ser mamá. Como en todo, en este tema he vivido procesos largos y no siempre fáciles. Pero todo llega, a veces tarda en llegar, pero llega. Lo escribo pensando en las madres múltiples de niños muy pequeños que deben tener esa sensación de agobio que tuve yo en algún momento: la idea de que nunca más tendría un minuto para dedicarlo a mí.

No es así: la vida no se detiene, los hijos crecen y finalmente las noches de insomnio, los días de agotamiento absoluto y la sensación de agobio por tanto trabajo y tanta demanda van cediendo. 

Al final, nada permanece, ni lo que amamos ni lo que queremos cambiar o eliminar de nuestras vidas. Siempre todo cambia.

Si tuviera consciencia de esto todo el tiempo, seguro que aprovecharía el día a día mucho más de lo que lo hago. Sin embargo, nos hemos convertido en una familia tan "normal", que hasta su madre olvida, a ratos, las premisas que aprendió a punta de cansancio y sacrificio y que creyó que jamás olvidaría. Supongo que son los costos del paso del tiempo.