A medida que voy escribiendo este blog, voy narrando episodios de nuestras vidas de forma desordenada y sé que la mayor parte de mis lectores no nos conocen. Imagino que algunos tendrán dudas o no comprenden exactamente algunos procesos que para mí son clarísimos.
Mis trillizos nacieron con 30 semanas de gestación a causa de que sufrí preeclampsia. Mi hijo Cristóbal, el último en nacer, fue el más grande de los tres y el que siempre tuvo más problemas de salud.
Los primeros días, en sus incubadoras, notábamos que, al dejar caer las tapas de los papeleros de metal de la Neo, nuestros otros dos hijos solían sobresaltarse por el ruido, lo que no ocurría con Cristóbal. Esto jamás nos preocupó demasiado, lo atribuimos a que era una guagua más tranquila, no más que eso.
Antes del alta, hay exámenes de rutina que se le realizan a los prematuros, entre ellos están las emisiones otoacústicas, que mide el nivel de respuesta de las células de los oídos al sonido. La primera vez que le realizaron esta prueba a Cristóbal salió mal. Sin embargo, lo médicos decían que era común en niños prematuros debido a su inmadurez, que no nos asustáramos.
Sin embargo, vino una segunda y una tercera vez... Y nunca hubo respuesta, por lo que se le realizó otro examen llamado potenciales evocados, cuyo resultado fue negativo también.
El día en que el Neonatólogo me informó que el diagnóstico de mi hijo era hipoacusia bilateral profunda (es decir, sordera total en ambos oídos), él estaba hospitalizado por otro motivo, en riesgo vital y se hablaba de un probable daño neurológico. Recuerdo haber tenido la sensación de no poder imaginar un futuro para él... Haber pensado que tanta información junta era demasiada para una sola madre.
Ese día llegué a nuestra casa y se lo dije a su papá. Tengo fijada en mi cabeza su expresión: los ojos llenos de lágrimas y una sola frase: "Todos en esta familia aprenderemos lengua de señas".
No sabíamos nada de hipoacusia. No sabíamos de implantes cocleares, de audífonos ni de terapia auditivo verbal. La imagen en nuestras mentes era la de un sordomudo.
Al ser dado de alta de la Neo fuimos derivamos a un Médico Otorrino experto en hipoacusia. Ésa fue la primera vez que supe que existen los implantes cocleares y que muchos niños funcionan y rinden muy bien sólo con el uso de audífonos. Ese día se abrió una puerta que no sabíamos que existía: la Dra. dijo que tenía pacientes que iban a los colegios más exigientes de Santiago, que hablaban dos idiomas y tocaban piano.
Se nos sugirió el uso de audífonos lo antes posible, para no dejar atrofiar sus nervios auditivos y mielinizarlos para prepararlos para un posibe implante coclear, y se nos derivó a un centro de antención a niños y adultos sordos, en el que la Directora nos habló largamente. La única frase que recuerdo de su larga explicación es: "En este lugar le enseñamos a escuchar a los niños hipoacúsicos".
Todo parecía mágico, tal vez demasiado bueno para ser verdad, pero nos pusimos en manos de los especialistas a ojos cerrados. Estábamos en estado de schock, no podíamos tomar decisiones por nosotros mismos. Compramos los dichosos audífonos y comenzamos la terapia auditivo verbal cuando Cristóbal tenía apenas 8 meses de vida.
Y el milagro que nos prometieron fue ocurriendo. Nuestro hijo comenzó a responder a los sonidos, a bailar al ritmo de las canciones, y nosotros aprendimos a actuar como co-terapeutas. En la casa hablábamos con él todo el tiempo y le explicábamos cada cosa que íbamos haciendo. Así fue como, antes de cumplir los dos años, nuestros otros dos hijos hablaban perfectamente. Ellos aprovecharon la estimulación dada a su hermano.
El tiempo fue pasando, y Cristóbal balbuceó, "sacó" todos los fonemas y dijo su primera palabra: "Bam" (referida a Barney, el dinosaurio morado).
Nunca paró de avanzar y nunca dejamos de trabajar con él, hasta que, increíblemente, a los 5 años fue dado de alta de su terapia. Su nivel de audición alcanzada con los audífonos había llegado a su tope, y su lenguaje comprensivo y expresivo era superior al esperado para un niño de su edad.
Mirándolo en retrospectiva, tuvimos muchísima suerte: Cristóbal es un niño más inteligente que la mayoría de los niños, tiene recursos de sobra para compensar el déficit que persiste a pesar del uso de audífonos, pudimos costear sus aparatos y tratamientos, y hemos contado con el tiempo, el amor y la paciencia para ayudarlo a llegar hasta donde ha llegado.
Pareciera que ni siquiera hubo duelo en nosotros. Siempre nos preocupó más su condición digestiva. Sin embargo, en él sí se nota la necesidad de hablar de su discapacidad, hacer y hacerse preguntas... En él si hay un duelo en proceso.
Afortunadamente, sabe que es encantador, tiene amigos en el colegio regular al que va, y obtiene las mejores notas de su curso. Sin embargo, siempre está esa espinita que duele en su corazón: aunque sabe que es imposible, cada vez que sopla las velas de cumpleaños, pide como deseo dejar de ser sordo. Y eso duele. Es esperable, es parte del proceso, es normal, pero duele. Le pedimos que sea la mejor persona que pueda ser, y por supuesto, a veces se equivoca, se frustra, se enoja o se avergüenza y quiere que su pelo oculte su discapacidad. Es su duelo, es su camino hasta llegar a integrar en su identidad su hipoacusia de manera natural.
Le tengo una fe enorme a mi hijo y a sus habilidades y potencialidades. Sé que será quien quiera ser en la vida. Espero y creo que será un hombre feliz con su discapacidad. Sé que será amado, porque es amable, sé que será exitoso porque tiene todo para llegar a serlo.
La historia de nuestra hipoacusia es más fácil que otras, pero no es tan extraña. Espero que otras madres, aquéllas que recién comienzan en este camino, lleguen a leerla. Se puede ser feliz, se pueden lograr las metas con (y no a pesar de) una dicapacidad.