lunes, 29 de agosto de 2011

El Pájaro Azul

No sé si seré la única que la recuerda. Nunca la he comentado con nadie. He hablado mucho con amigos y amigas acerca de los dibujos animados que marcaron nuestra infancia, pero nunca de películas añejas y mágicas como ésta: El Pájaro Azul.

La vi muchas veces porque la pasaban mucho por televisión. Eran los tiempos en que veías lo que pasaban, no lo que elegías ver.

La trama consistía en las aventuras de un niño y una niña que se embarcaban en un viaje en busca del pájaro azul, un ave única que aseguraba la felicidad de quien la poseyera. Lo buscaban para devolverle la sonrisa a una amiguita que la había perdido.

El caso es que ambos niños partían su viaje sin saber muy bien cómo lo harían, hacia dónde irían y, menos aún, dónde estaba el dichoso pájaro azul. El camino no era fácil, pero estaba lleno de buenos personajes siempre dispuestos a ayudarlos y aconsejarlos. Recuerdo a la Luz, el Agua, el Pan, El Fuego... elementos cotidianos que, convertidos en compañeros de viaje hacían la aventura mucho más sabrosa.

Y el final, bueno, el final es lo mejor de todo. Después de una larga y agotadora travesía en busca del pájaro de la felicidad, ambos niños llegaban derrotados y fracasados a su casa para darse cuenta de una cosa: que el pájaro azul siempre estuvo ahí, en su propio jardín, frente a sus narices en una humilde y sencilla jaula de madera. Ellos simplemente no habían sido capaces de verlo.

Hoy me ha dado por evocar el recuerdo de esa película de mi infancia cuyo mensaje siempre me pareció algo misterioso y difícil de entender, aunque muy cierto (¿cómo podrá un niño saber que algo es cierto cuando ni siquiera lo comprende bien?). Es una idea añeja de ésas que quedan plasmadas y guardadas "porque algún día la necesitaré y la usaré".

No creo que sea casualidad. No pienso que a mi cabeza loca se le haya ocurrido sólo porque sí pensar hoy en ese pájaro de la felicidad que está cerca, tan cerca, que a veces ni siquiera lo vemos.

Cada uno sabe cuál es su pájaro azul. Yo tengo al menos tres, que revolotean sin parar, desordenan todo y me dejan agotada como si un huracán hubiese pasado por mi cabeza cada día. Muchas veces el cansancio, el apuro, la rutina, y un montón de enemigos me impiden verlos. Y están ahí, cerca, tan cerca que hasta puedo meterlos en mi cama para ver con ellos una película mientras devoramos entre los cuatro un paquete gigante de papas fritas.


 

martes, 23 de agosto de 2011

Cuando la Mamá Flaquea

Algunos de ustedes deben haberlo notado: hace días que no escribía. La verdad es que he estado con algunos problemas personales que no viene al caso mencionar, al menos no por ahora, lo que, además, ha bajado mis defensas y me ha llevado a contraer una enfermedad respiratoria tras otra. Nada grave, por suerte, pero sí suficiente como para que se note, como para que mis hijos lo noten...

¿Qué pasa cuando la mamá, el tronco en el cual apoyarse, la base que da la seguridad, la que resuelve todo, flaquea? ¿Qué pasa cuando no está 100% disponible ni emocional ni físicamente para responder a los requerimientos de sus hijos?

No hay respuesta fácil. No hay recetas.

En mi caso, he debido recurrir a los nuestros, principalmente a mi madre, quien, a pesar que su vida ya no consiste en hacer tareas, organizar mochilas ni supervisar que otros coman lo que tienen que comer, ha debido estar al pie del cañon para ayudar a que la diferencia entre el antes y el ahora no se sienta tan fuerte.

También está la nana, la señora que nos ayuda con el aseo y que me apoya en el cuidado de mis tres monstruitos... Ella también ha debido participar más de lo que está acostumbrada para que las cosas fluyan de manera parecida a lo que siempre han fluido.

Sin embargo, y no es porque me crea la supermamá ni mucho menos, es estremecedor comprobar en terreno que somos prácticamente irremplazables. ¿Quién más que nosotras sabe la dosis del medicamento que el hijo debe ingerir cada día? ¿Quién más tiene anotadas en su cabeza las fechas importantes, los materiales que pidió la profesora para ese trabajo específico, el regalo que se debe comprar para el amiguito que está de cumpleaños el sábado? ¿Quién más sabe las palabras que su hija necesita escuchar para consolarse porque está triste? ¿Quién más recuerda cual es la prenda de vestir favorita de cada uno, de qué color es el cepillo de dientes que eligieron y qué pasta prefieren para lavarse?

Definitivamente, flaquear, enfermarse o desaparecer emocionalmente un rato es un derecho de todos los seres humanos. Sin embargo, cuando se lleva tanto tiempo a cargo de una tribu sientes que no puedes hacerlo del todo, aunque probablemente, si finalmente esto llega a ocurrir, nada tan grave ocurrirá. 

Simplemente es que no quiero que mis hijos se den cuenta ni se hagan cargo de cosas que no les corresponden, no quiero que se sientan solos, que acusen recibo la la ausencia emocional de esta mamá que siempre quiere estar disponible. Al fin y al cabo, son mis hijos, no hermanos ni amigos, y las madres sentimos que, pase lo que pase, no debiéramos flaquear.

Es posible que estas instancias los ayuden a madurar, a crecer, a hacerse cargo un poco más de ellos mismos, pero, definitivamente, no es la manera como quiero que maduren. Sí, por supuesto que quiero que lo hagan, pero de forma más paulatina, intencionada y menos forzada. Definitivamente, no me gusta flaquear. 

lunes, 15 de agosto de 2011

Yo Confieso

Tenía 26 años el día en que me enteré que sería mamá de trillizos y también el día en que nacieron. Hoy miro hacia atrás y veo a una casi-niña con una tremenda responsabilidad sobre los hombros.

Con 13 semanas de gestación, los médicos decidieron que uno de mis hijos moriría al nacer, por lo que pasé las siguientes 17 semanas en cama llorando la muerte de un hijo al que aún no conocía pero al que amaba más que a nadie en el mundo.

En la semana número 30, estando yo hospitalizada, el doctor decidió que mi preeclampsia llegaba a niveles peligrosos y decidió practicar una cesárea.

Es decir, a los 26 años y con una historia de 17 semanas de profundo dolor, me convertí en madre de tres guaguas de entre 1,100 grs y 1,500.

Como la mayoría de uds. saben, tuvimos que enfrentar importantes complicaciones de salud de mis hijos. Tal vez la más grave fue la hiperbilirrubinemia que dejó sordo-hipoacúsico a Cristóbal. Pero en esos momentos no logré evaluar gravedades... Sólo sabía que tenía mucho miedo y angustia. Sólo sabía que quería sacarlos de ese lugar y verlos convertidos en guaguas "normales".

En ese contexto fue que mi hija Antonia alcanzó el peso de 1.800 grs, y con ese hito,  llegó el momento de intentar amamantarla. Debo decir que la clínica donde mis hijos nacieron se jacta de tener una de las más altas tasas de lactancia materna dentro de sus pacientes prematuros.

Y la presión fue horrorosa. Tal vez no lo fue tanto, sólo que yo ya venía de demasiado estrés y consideraba que mi hija también. Recuerdo haber estado encerrada en una salita de lactancia con no una, sino varias matronas opinando, tocando mis pezones dolorosos e intentando despertar y animar a mi hijita diminuta que sólo quería dormir. Le hacían cosquillas en las plantas de los pies, en las palmas de las manos y ponían algodones húmedos cerca de su boca para estimular su instinto. Y no resultaba.

Confieso que mi angustia comenzó a aumentar, que la llegada a la clínica a ver a mis trillizos preciosos dejó de ser el momento más feliz del día y que empecé a sentir que no estaba dando la talla, que no estaba siendo la madre que esperaba ser, que no estaba pudiendo con algo tan básico como amamantar a mis hijos.

Confieso que mi cara de angustia comenzó a notarse y que el Médico Jefe de Neonatología de esos tiempos se me acercó con su natural empatía y me preguntó qué estaba pasando. Confieso que lloré y le conté todo. Confieso que acepté su sugerencia de dejar el intento, de priorizar mi bienestar emocional, de seguir yendo y viniendo a la clínica con alegría y sin esa angustia que me oprimía el pecho.

Confieso que jamás amamanté a ninguno de mis tres hijos. Me sacaba leche (que alcanzaba para los tres) y se las daba en mamaderas, mirándolos, acariciándolos, hablándoles, amándolos, hasta los 5 meses de edad.

Confieso que aún guardo algo de culpa por no haberlos amamantado. Pero me digo que no pude, que el contexto no era uno "normal" y tranquilo, y que lo hice lo mejor que mis recursos emocionales me lo permitieron en ese momento.

Hoy, que todos hablan tanto de la importancia de amamantar a los hijos, creo que es importante que las madres que no lo hicimos saquemos la voz y contemos nuestros motivos. No creo que ninguna haya tenido malas intenciones. Imagino que muchas, como yo, simplemente se sintienron sobrepasadas y no por eso son peores madres.

Supongo que no todos los casos son iguales, no todos los niños succionan como se espera, no todas las mamás toleramos la frustración y la angustia como se supone... Y eso no es un pecado, es simplemente parte de la vida.


Mi hija Antonia unos día después de haber llegado a la casa. ¿No parecía una guagua feliz y amada? Yo creo que sí. Era muy sonriente, muy dulce y tremendamente adorada por sus padres y todos quienes la rodeaban.

PD: Soy una mujer absolutamente pro-lactancia, que no vaya a parecer lo contrario. Sólo hablo de ciertas cisrcunstancias que no siempre permiten que las cosas ocurran como se han planeado.
 

viernes, 12 de agosto de 2011

Crecer a Saltos (Acerca de la Discapacidad)

Casi siempre creo ser testigo presencial consciente del crecimiento de mis hijos. Día a día voy notando como la ropa les va quedando chica, como se hacen cada vez un poco más autónomos, como van aprendiendo y tomado lo que el mundo les entrega y también rechazando algunas "ofertas" del medio para crear sus propios gustos, opiniones, estilos, en fin, sus propias identidades. Voy dándome cuenta como cada vez parecen necesitarme un poco menos. Por supuesto, todavía soy la mamá gallina a la que acuden en busca de refugio, aún soy un modelo y un referente importantísimo al que recurren para saber qué sentir y qué pensar acerca de ellos mismos y del mundo en el que nos movemos. Sin embargo, cada día parecen necesitarme menos en términos concretos, como una presencia física. Cada vez se nota más que dentro de ellos hay una "pequeña mamá" que los acompaña a donde van, por lo que pueden desprenderse de mí por largas horas, incluso días, sin angustiarse.

Me gusta que esto esté pasando. En lo racional, porque sé que es sano, que es lo esperable, que es el curso natural de la vida. Y desde lo emocional, me gusta porque me otorga más libertad para ser Natalia, no sólo mamá. La maternidad múltiple a veces se vuleve algo esclavizante, y da gusto recuperar de a poco espacios y tiempo para volver a mirarse y preocuparse de la persona que se es.

Sin embargo, a pesar de permanecer atenta, hay saltos del crecimiento de mis hijos que a veces no logro ver, y que de pronto me toman por sorpresa. En general, son hitos que tienen un aspecto simbólico y que me hacen sentir orgullosa.

Hace tres meses aproximadamente que mi hijo Cristóbal tiene sus nuevos audífonos. Los anteriores los compramos cuando tenía apenas 3 años. Yo los limpiaba, yo cambiaba sus baterías, yo se los ponía y los encendía, Yo me hacía cargo de esas pequeñas labores relacionadas con su hipoacusia.

Sin embargo, hace días que vengo notando algo que me sorprende y enorgullece: los audífonos nuevos de mi hijo no sé encenderlos, y jamás les he cambiado las pilas. Creo que si tuviera que hacerlo, tendría que investigar cómo se hace. Mi niño es quien sabe dónde están las pilas nuevas, dónde se ponen las usadas para llevarlas a reciclar, cómo se encienden y se apagan sus audífonos. Él sabe perfectamente dónde guardarlos cada noche y en qué momento hacerlo. Sin proponérmelo, he ido saliendo de la escena y Cristóbal ha empezado a hacerse cargo de una parte importante de su discapacidad.

Puede ser un detalle más de los miles que, unidos, me hacen ver que mis niños están creciendo. Sin embargo éste ha sido uno de mis preferidos, en primer lugar porque no lo induje conscientemente, y también porque tiene qué ver con una parte suya que es sólo suya. Ni sus profesoras, ni los jefes de su grupo de scouts, ni mi madre, ni nadie sabe manejar audífonos. Y ya no importa: él lo hace a la perfección. En este pequeño aspecto es autónomo y puede salir al mundo sin preocuparse de tener un adulto cerca haciéndose cargo de él.

Estoy tranquila. Confío en él y en su capacidad para ir, paulatinamente, haciéndose cargo de sí mismo, incluida su hipoacusia. ¿Qué más podría pedir? 


lunes, 8 de agosto de 2011

"Lo Importante Es Que Nazca Sanito"

Una de las clásicas preguntas que las personas (me incluyo) le suelen hacer a las mujeres embarazadas es si saben o quieren saber el sexo de la guagua que esperan. En mi caso particular, lo pregunto por curiosidad, porque me entretetiene la conversación acerca del nombre que le van a poner, la idea que tiene la mujer o la familia acerca de tener un hijo o una hija, cómo imaginan la vida con un hijo de uno u otro sexo, etc.

Sin embargo, hay muchas familias que eligen no enterarse del sexo de su futuro(a) hijo(o). La mayor parte de ellos argumenta que prefieren que sea una sorpresa. Los admiro. Mi natural curiosidad es tan grande que no sé si podría asistir a una cita con el ecógrafo sin preguntar. Pero son opciones personales que, al fin y al cabo, no afectarán, o al menos no determinarán la vida de ese niño o niña.

Es común, al menos en la cultura en la que vivo que, frente a la pregunta banal acerca del sexo, los padres u otras personas presentes en la conversación aporten un comentario que algún día me pareció sensato y hoy no tanto: "No importa el sexo, lo importante es que sea sanito".

Debo aclarar que entiendo que al decir "sanito" no se refieren a que no tenga una enfermedad importante, sino también a que no padezca una discapacidad.

Y lo siento, pero hace tiempo ya que dejé de estar de acuerdo con dicha aseveración. Tal vez antes de ser madre lo estuve (de manera completamente irreflexiva, por cierto), pero hoy no puedo más que disentir. Es más, me remueve algo, me choca, me duele incluso.

Para empezar, si al hablar de "no sano" hablamos de una persona discapacitada estamos equivocando el concepto. De eso ya he hablado otras veces: mi hijo sordo es un niño sano, él mismo se ha encargado de aclarárselo a algunos adultos que equivocan los conceptos.

Pero me duele también porque veo que quienes dicen esa frase con tanta soltura no tienen idea ni se han puesto un sólo momento en el lugar de una madre de un hijo que tiene alguna discapacidad.

A los hijos diferentes se les ama tanto o más que a los "sanitos". Sus logros dan más satisfacciones y orgullo que los de los hijos "sanitos". Y lo más importante: una vez que tienes a este hijo diferente al resto de los niños "normales" y has hecho el duelo por el hijo "sanito" que no nació, estás absolutamente convencida de que no lo cambiarías por ningún niño de todo el mundo.

Hace pocos días una madre cuyo hijo tiene un grado de autismo intentaba explicarme porqué ella cree y siente que su hijo es perfecto. No necesito explicaciones, sé lo que siente. Nuestros hijos son nuestros niños perfectos, los que amamos, de los que estamos orgullosos, y daríamos la vida por ellos si fuese necesario.

Así es que, si le hace sentido lo que estoy contando, le recomiendo eliminar esa frase de su repertorio cuando conozca a una mujer embarazada. Tal vez sería bueno cambiarla por un "Lo importante es que sea feliz".

sábado, 6 de agosto de 2011

El Día del Niño



Todos lo sabemos: estas fechas son invenciones de los comerciantes para aumentar sus ventas. Cuando yo tenía la edad de mis hijos el día del niño no existía, y aquí estoy: enterita y sin traumas (al menos ninguno atribuible a la falta de celebración de esta fecha).

Mañana se celebra el día del niño en Chile. Y como a muchos debe haberles ocurrido, la maternidad me han llevado a "enganchar" con los publicistas y comerciantes. Ya tengo comprados sus regalos, y con mi hermana y mi madre hemos planificado una pequeña celebración para mis hijos y sus primos.

No me siento mal por haber caído en la "trampa", me gustan las celebraciones y las caritas de mis hijos cuando reciben un pequete de regalo misterioso. Me gusta decir "¡Feliz día, los adoro hijos míos!. Me encanta que esperen la fecha con ansiedad como si algo muy mágico fuese a ocurrir.

Además. esta fecha me emociona con más fuerza aún porque mis niños y los de muchos de ustedes, los que leen este blog, han dado una lucha incansable por llegar a ser lo que son hoy: niños. Mis hijos y muchos de los de ustedes, estuvieron al borde de irse antes de llegar a nacer. Mis niños, y muchos de los de ustedes, nacieron y fueron desahusiados... Y aquí están, aquí estamos, celebrando algo que otros dan por sentado, celebrando el hecho aparentemente simple de ser niños, celebrando la vida.

¿Cómo no me va a gustar? No se me olvida la fuerza con la que se aferraron a este mundo estos tres luchadores míos. No se me borra de la memoria el terror con el que vivimos minuto a minuto la posibilidad de que, de un momento a otro, dejaran de dar la pelea, perdieran la batalla y nos dejaran.

Por eso, y porque siempre me gusta celebrar, les digo con fuerza: ¡Feliz día hijos míos! Gracias por haberse empeñado en vivir, gracias por estar aquí y por darme motivos para recorrer las calles en busca de un regalo que haga brillar sus ojitos y los llene de ilusión mañana al despertar.

lunes, 1 de agosto de 2011

Los Nuestros

Hace poco un tiempo escribí un post llamado Los Otros en el que hablaba de aquellas personas que no tuvieron cabida en nuestras vidas durante los primeros meses e incluso años de vida de mis hijos. Hoy hablaré de lo que pasó con los nuestros en los tiempos en que el "holocausto" llegó a tocar nuestra puerta.

Fue imposible no notarlo: los nuestros sufrieron lo indecible junto con nosotros. Fueron los que nos querían y nos quieren, los que se alegraron hasta las lágrimas con mi positivo en el test de embarazo, los que buscaron por mí un lugar para enterrar los restos de mi Pedro, a quien la medicina había desahuciado antes de nacer, los que se tendieron en mi cama a compartir mis horas de agonía, los que esperaron rezando y llorando afuera del pabellón el día del parto, los que se enfurecieron con el médico por su “error diagnóstico” respecto de mi Pedrito, los que quisieron ir corriendo a conocer las caritas de mis hijos el día que pudimos mostrarlos a través de un vidrio de la Neo, los que sintieron una puntada en el corazón al enterarse de la hipoacusia de Cristóbal, los que llamaron y escribieron a especialistas de todos los rincones del mundo en busca de una cura para su mal digestivo, los que regalaron horas y días de sus vidas a esta madre atribulada, los que rezaron, los que trasnocharon, los que lloraron y se conmovieron. Ellos también sufrieron, siempre lo supe.

Tampoco dejé de ver que al padre de mis niños le dolía. Vi su cara y su gesto cada vez que un nuevo obstáculo aparecía en nuestro camino que, creímos, sería siempre alegre y reconfortante. Vi como miraba a sus hijos con ternura, como intentaba calmarlos, como buscaba alternativas para paliar sus dificultades. Vi como guardaba un silencio doloroso que, seguro, aplastaba un padecimiento tan grande como el mío.

Pero no pude hacer nada con el sufrimiento de “los nuestros”. Se me contagiaba la angustia de mi madre, la preocupación de mi padre y no vi otra salida que encerrarme en mi propio dolor. Nuestra historia era de supervivencia, y cada uno hizo lo que pudo con los recursos emocionales con los que contaba. Los míos, mis recursos, no alcanzaban para ayudar a mis seres queridos a levantarse. A duras penas logré mantenerme en pie. Espero que “los nuestros” hayan podido ver que no pude hacer nada más que intentar sobrevivir y mantener vivos a mis hijos. Fui egoísta con los nuestros, lo sé, pero no pude hacer nada diferente.

La mayoría de "los nuestros" leen este blog, y saben que son parte del grupo selecto que estuvo cerca nuestro. Si no lo dije en el momento adecuado, hoy, cuando ya han pasado años, les agradezco enormemente el haber estado y habernos querido tanto. Sin ellos, la historia hubiese sido muy diferente.
  


Aquí estoy con algunos de los nuestros: mi hermana, mi mamá y mi hermano.