No sé si seré la única que la recuerda. Nunca la he comentado con nadie. He hablado mucho con amigos y amigas acerca de los dibujos animados que marcaron nuestra infancia, pero nunca de películas añejas y mágicas como ésta: El Pájaro Azul.
La vi muchas veces porque la pasaban mucho por televisión. Eran los tiempos en que veías lo que pasaban, no lo que elegías ver.
La trama consistía en las aventuras de un niño y una niña que se embarcaban en un viaje en busca del pájaro azul, un ave única que aseguraba la felicidad de quien la poseyera. Lo buscaban para devolverle la sonrisa a una amiguita que la había perdido.
El caso es que ambos niños partían su viaje sin saber muy bien cómo lo harían, hacia dónde irían y, menos aún, dónde estaba el dichoso pájaro azul. El camino no era fácil, pero estaba lleno de buenos personajes siempre dispuestos a ayudarlos y aconsejarlos. Recuerdo a la Luz, el Agua, el Pan, El Fuego... elementos cotidianos que, convertidos en compañeros de viaje hacían la aventura mucho más sabrosa.
Y el final, bueno, el final es lo mejor de todo. Después de una larga y agotadora travesía en busca del pájaro de la felicidad, ambos niños llegaban derrotados y fracasados a su casa para darse cuenta de una cosa: que el pájaro azul siempre estuvo ahí, en su propio jardín, frente a sus narices en una humilde y sencilla jaula de madera. Ellos simplemente no habían sido capaces de verlo.
Hoy me ha dado por evocar el recuerdo de esa película de mi infancia cuyo mensaje siempre me pareció algo misterioso y difícil de entender, aunque muy cierto (¿cómo podrá un niño saber que algo es cierto cuando ni siquiera lo comprende bien?). Es una idea añeja de ésas que quedan plasmadas y guardadas "porque algún día la necesitaré y la usaré".
No creo que sea casualidad. No pienso que a mi cabeza loca se le haya ocurrido sólo porque sí pensar hoy en ese pájaro de la felicidad que está cerca, tan cerca, que a veces ni siquiera lo vemos.
Cada uno sabe cuál es su pájaro azul. Yo tengo al menos tres, que revolotean sin parar, desordenan todo y me dejan agotada como si un huracán hubiese pasado por mi cabeza cada día. Muchas veces el cansancio, el apuro, la rutina, y un montón de enemigos me impiden verlos. Y están ahí, cerca, tan cerca que hasta puedo meterlos en mi cama para ver con ellos una película mientras devoramos entre los cuatro un paquete gigante de papas fritas.