sábado, 30 de abril de 2011

Prueba de Audífonos.

Este será un post cortito y poco "reflexivo", de ésos que vienen directo de la emoción.

Esta semana tuvimos con Cristóbal una prueba porque necesitamos comprarle audífonos nuevos. Los que tiene hoy,  ya tienen 5 años y hasta se han metido accidentalemente una vez a la piscina. Definitivamente, llegó la hora de cambiarlos.

Y la prueba fue un momento precioso. Los audífonos que tiene actualmente casi anulan el ruido ambiental para que la voz de quien le habla llegue pura a sus oídos. Esto, sin duda, le permitió obtener el lenguaje que tiene y funcionar como un niño cercano a uno oyente en cuanto a la comunicación verbal. Sin embargo, lleva años de su vida perdiéndose la expereriencia de escuchar sonidos que otros oímos naturalmente.

Lo primero que notó al ponerse los audífonos de prueba, es que el computador del técnico sonaba (el típico sonido del ventilador). Luego, se acercó a un basurero de metal y abrió y cerró su tapa para comprobar que hacía ruido. Salimos al balcón y escuchó el ruido de los autos y las micros. Su cara de asombro es completamente irreproducible. Sólo sonreía mientras descubría que el mundo suena, que todo tiene su tono, que nada de lo que lo rodea es silencioso.

Probaremos otros audífonos, traeremos a la casa y llevará al colegio algunos modelos para que pueda probarlos en diferentes contextos y, finalmente, elegir los adecuados para él. Falta todavía para comprar los nuevos.

Sólo quería contarles que esta semana tuve la experiencia de ver a mi hijo de 8 años descubriendo una parte del mundo que había estado vedada para él. Y que su carita era como la de un niño muy, muy pequeño que explora y descubre, que se sorprende y prueba. Maravilloso. Fue un momento casi mágico que, espero, no olvidar nunca.

jueves, 28 de abril de 2011

La Historia Oficial

Parto de la base de que todo ser humano tiene derecho a conocer su historia y sus raíces, escencial para la formación de la propia identidad y la integración de elementos "agradables" y "desagradables" de sí mismo en la conformacuón del autoconcepto. Por lo tanto, jamás he dudado que mis hijos, como parte de su proceso natural de crecimiento, deben saber en qué circunstancias nacieron y los sucesos que ocurrieron durante los años siguientes a su naciminento.

Sé que hay padres y madres que han decidido guardar las fotos y omitir información. No quiero juzgarlos, pues creo que lo hacen convencidos de estar haciendo lo mejor por sus niños. Sin embargo, yo no soy así, no podría quitarles a mis hijos el derecho de saber y manejar su propia historia.

Pero, para se honesta, es muy difícil hacer lo que me he propuesto... ¿Cómo le muestras a tu hijo que su nacimiento fue un momento tan doloroso como sublime? ¿Cómo le dices que lloraste de angustia, miedo y tristeza tanto o más que de alegría? ¿Cómo le explicas que él  no se parecía a esas guaguas gorditas y deliciosas que se pasean por las calles con sus madres? ¿Cómo hacerles ver que los amas tanto, tanto, pero que alguna vez sentiste envidia de esas madres despreocupadas y quisiste un hijo sanito y gordito como los que se ven en los avisos de la tele? ¿Cómo explicarles que durante las noches los dejaste solos en una clínica, que los pinchazos diarios les dolían y que día a día temías que algo muy grave pasara con ellos? ¿Cómo les haces saber que muchas veces quisiste abrazarlos y sólo podías intoducir tu mano por un orificio para tocar una piel casi transparente? ¿Cómo les informas que tú, su querida mamá, ha debido hacer un doloroso proceso de duelo para llegar a donde nos encontramos hoy?

Son demasiadas preguntas, y, a decir verdad, tengo pocas respuestas aún.

Nuestro proceso ha sido paulatino y sé que mis hijos están aún muy lejos de llegar a enterarse de MI verdad, de la historia que quedó grabada en mi corazón. Sin embargo, puedo asegurarme a mí misma que no me he quedado atrás: estamos recorriendo el camino para llegar a estar preparados para conocer la historia del huracán que se gatilló luego de su nacimiento.

Hoy, que tienen sólo 8 años, la historia oficial (la que ellos manejan) es la siguiente:

Tres niños muy, pero muy amados y deseados por sus padres crecieron juntos en la guatita de su mamá. Sin embargo, como el cuerpo humano no está preparado para albergar a tres guaguas al mismo tiempo, los doctores debieron decidir sacarlos antes de tiempo. Ya no cabían dentro del útero, estaban demasiado grandes y era peligroso mantenerlos así. Eso significa nacer prematuros. Y la prematurez no consiste sólo en nacer chiquitito y tierno (como algún día mis niños creyeron), también implica que los órganos de la guagua no funcionan como debieran, por lo que es estrictamente necesario, no opcional, que los padres deban dejarlos algunos días en la clínica esperando que crezcan y que su cuerpo comience a funcionar normalmente.

Que dejarlos en la clínica no haya sido opcional es muy importante, porque hay que agregar que esto generó sufrimiento y ansiedad en los padres, quienes contaban los días para llevarlos a la casa. Por mientras, la madre iba todos los días a verlos, les llevaba pequeños juguetitos de colores que podía colgar cerca de sus cunas y les hacía cariño todo el tiempo que podía a través de un agujero de la incubadora. El padre iba todos los días después de trabajar, les hablaba con cariño y también los tocaba y acariciaba todo lo que podía.

Es cierto que estar en la Neo no es agradable. Les hacían muchos exámenes y a veces los pinchaban, lo que les hacía doler. Es cierto también que cada día la despedida era dolorosa, porque no había camas para que los padres pudieran dormir junto a ellos. Sin embargo, era necesario, era lo mejor que estos papás podían hacer por sus hijos.

Más adelante, cuando llegaron a la casa y la alegría y el bullicio la inundó, fuimos descubriendo que la prematurez a veces deja algunas marcas en los niños, por lo que necesitaron ayuda de profesionales para aprender a comer, a caminar, a hablar, a dibujar... Esto tampoco era lo que hubiésemos deseado ni era siempre agradable para ellos, pero, nuevamente, era lo mejor que podíamos hacer por ellos, por el amor tremendo que les teníamos, y por ayudarlos en el proceso de llegar a ser niños felices que, como cualquier otro, se dedica sólo a vivir y jugar.

En conclusión, es verdad que hubo sufrimiento para los padres y los hijos, pero nada que no pudiéramos superar, nada que nos debilitara, nada que juntos no pudiéamos enfrentar. Hoy estamos los 5 juntos, lejos de la clínica, aunque en nuestros corazones hayan quedado marcas de aquellos días difíciles.

Hasta ahí llega la historia oficial, la que mis hijos conocen al día de hoy. A veces miran fotos, a veces preguntan, a veces visitamos la Neo y yo voy intentando introducir un poco más de verdad en la historia que les cuento.

Espero que en algunos años más, cuandos sus corazones sean capaces de recibirla, puedan conocer la historia completa, sin adornos ni frases que la suavicen. Pienso que es un derecho de mis hijos, y respetarlo es mi obligación.

¿Cómo lo han hecho uds.? ¿Qué partes de su propia historia han relatado a sus hijos? Sé que cada padre, cada madre, cada niño y cada historia es diferente, pero me gustaría saber cómo lo hacen los demás padres para hablar con sus hijos de un tema tan complejo como éste.

martes, 26 de abril de 2011

Prematurez (Parte III)


De todo lo que logró angustiarme y aterrarme durante nuestra estadía en la Neo, lo que más, fueron las sorpresas. Es cierto que algunas de ellas eran buenas noticias: "Tu hijo subió 20 gramos hoy, lo hemos pasado de la incubadora a una cunita, hoy ha dejado el oxígeno, está aprendiendo a succionar...". Pero éstas, las sorpresas agradables, no lograban aplacar mi verdadero pánico a las noticias negativas.

Cada noche, al acostarme, pensaba "seguro que si ocurre algo realmente malo, me van a llamar", pero la verdad es que yo no podía distinguir entre lo malo y lo realmente malo o grave. Todo pequeño retroceso, toda sospecha de los médicos de que algo no muy bueno estaba ocurriendo con alguno de mis hijos, lograba angustiarme a tal punto que más de una vez necesité que algún profesional me hablara fuerte y claro para apaciguar las verdadesras crisis de llanto que a veces me sobrevenían.

Mi temor era demasiado grande, había demasiadas cosas que podían salir mal, y la búsqueda de información en internet o ver a los niños de las otras incubadoras que estaban más graves que los míos no me ayudaba en nada.

Cada mañana despertaba sobresaltada y llamaba por teléfono a la Neo temiendo lo peor. No importaba si la noche anterior había dejado a mis tres hijitos durmiendo en buenas condiciones... siempre me perseguía el fantasma de la fatalidad. Estaba francamente aterrada.

En un principio, me asustaban sólo las cosas que podían ocurrir de un momento a otro: las urgencias, pero pronto me empezaron a asustar las sorpresas negativas a largo plazo: las secuelas. Aún hoy, mientras escribo esto, siento cómo mi corazón se acelera de ansiedad.

Me atemorizaba el futuro inmediato, el de mediano y el de largo plazo. Vivía alerta y asustada por lo que pudiera ocurrir con mis tres pollitos tan frágiles e inmaduros.

Sé muy bien que no es lo mismo estar en la situación misma que mirarla en perspectiva 8 años después, razones de sobra tuve para sentirme como me sentí y no me lo reprocho. Sin embargo, si hoy pudiera hablarle a esa Natalia aterrada de la Neo le diría tantas cosas...

Que nada es negro o blanco, que las secuelas a veces son una realidad y te hacen sufrir, pero que el sufrimiento se supera y se sale adelante con amor y paciencia, que se puede llegar a ser feliz y llevar una vida "normal" una vez pasada la tormenta, que la fuerza interior de una madre no se acaba, aunque a veces sientas que no puedes más, que existen alternativas médicas para los niños que no logran salir de la prematurez como si nada, que llega un punto en que amas hasta la discapacidad de tu hijo, que el recorrido es largo pero se sobrelleva mejor si lo haces de la mano de otros que te aman a ti y a tus hijos, que es completamente cierto que "lo que no te mata te hace más fuerte", que buscar ayuda y contención en momentos de crisis es vital, en fin... que nada es para siempre, que la vida avanza y evoluciona, que el alma se cura y que los bebés prematuros se convierten en niños especiales, más empáticos y grandes de alma que otros niños que has conocido antes.

Ya no puedo decírselo a esa Natalia aterrada de aquellos años, pero sí a otras madres y padres que están en medio del huracán. Espero que mis palabras no resulten lejanas y ajenas para ellos, espero llegar con una gota de alivio a sus corazones aterrados.

lunes, 25 de abril de 2011

Mis Limitaciones (acerca de la paternidad especial)

Cuando pasó el shock de saber que mi hijo tiene hipoacusia, es decir, tiene una discapacidad, comencé a pensar en el tema. (Durante el shock mis neuronas no funcionaban, lo que, luego supe, es completamente normal.) Y he tenido bastante tiempo para pensar en ello: unos 7 años aproximadamente.

Entre otras muchas cosas, me propuse ser muy abierta con él e ir siempre con la verdad. Se me ocurría que hablar con soltura del tema aliviaría sus dudas, su sensación de ser diferente y el dolor que aquello pudiera algún día provocar en él. Y así ha sido: en esta familia se habla de la hipoacusia de Cristóbal frecuentemente. A veces son detalles, cosas intrascendentes, otras veces son conversaciones profundas y dolorosas, pero el caso es que nunca está cerrada la puerta para hablar de ello.

Además, se me ocurrió que una de las formas de hacerlo sentir diferente pero a la vez igual a todos los seres humanos, sería hablar abiertamente acerca de mis propias limitaciones. En un principio parecía algo forzado, porque no se trataba de hablar de mis defectos (que, por cierto, no son pocos), sino de los aspectos en los que soy un ser diferente, aquéllos que hacen que deba esforzarme más para llegar a una meta.

Para que se entienda mejor daré un ejemplo muy concreto: así como mi hijo no puede oír sonidos bajo ciertos decibeles, yo no puedo ubicarme en las calles de mi propia ciudad (y menos aún en las de una ciudad ajena. Si no me creen, pregúntenle a mi marido cuántas veces entramos y salimos del hotel de San Pedro de Atacama la semana pasada sin que yo llegara a entender cómo habíamos llegado). Y no estoy exagerando, es tal mi limitación en este sentido que suelo entrar a una tienda de un centro comercial y salir de ella caminando hacia el mismo lado por el que venía. No entiendo los planos, no sé dónde se ubican más que 4 ó 5 comunas de Santiago y sólo tengo en mi cabeza el mapa mental de la ubicación de las casas de 7 u 8 personas muy íntimas. Y aún así, suelo perderme. Mi consigna es: "tengo tiempo, el auto tiene bencina, los seguros están puestos... ya llegaré a alguna calle que me parezca conocida". Y el asunto no termina aquí: el hecho que en mi cabeza falte el sentido de la ubicación, hace que me cueste también mucho entender otras cosas importantes, por ejemplo, los programa computacionales. Debo aprender de memoria un modo de llegar a algún punto que me interesa, y si algo cambia en el camino, me pierdo y debo acudir a alguien que tenga la capacidad de flexibilizar y llegar a la meta usando otros caminos.

Quise ser detallista para explicar que lo que me ocurre respecto de la ubicación espacial es una limitación, no es producto de la desidia (como algunos suelen creer) ni falta de concentración (en general, tengo una gran capacidad para concentrarme y atender a lo que me interesa). Así debe sentirse mi hijo a veces: tan perdido e incomprendido como yo me siento cuando alguien se ríe o no me cree cuando le digo que no sé llegar a algún lugar.

El caso es que he decidido, hace tiempo ya, mostrarle mis limitaciones con total naturalidad, e intentar, dentro de lo posible, rodearme de personas humildes y capaces de mostrar las propias. Sé que con esto no cumpliré el sueño de su vida (no necesitar audífonos para oír, es decir, dejar de tener esa limitación que le duele), pero al menos lo hago sentir más acompañado y menos extraño en un mundo en el que todos pretenden mostrar sólo sus logros y éxitos. En esta familia todos tenemos capacidades maravillosas y diferentes, pero también hay cosas que no podemos hacer como quisiéramos. Y aunque duela, es lo que nos hace ser humanos.

sábado, 23 de abril de 2011

Recuento de un Viaje Sorprendente

Entro a mi casa después de un viaje de 6 días con mi familia en el norte de nuestro país y lo primero que quiero hacer es escribir. Fueron demasiadas emociones para tan pocos días, muchas sopresas y descubrimientos que me dejan pensando.

Me equivoqué: volver al norte no fue volver al mismo lugar que conocí. Es otro, ni mejor ni peor, simplemente otro. Debí haber podido predecirlo: no puedo mirar a través de los mismos ojos que cuando tenia 22 años y recorrí el norte con amigas de la Universidad. Estos son los ojos de una mujer más cansada, más responsable y mucho más conciente de lo que está viviendo. Todo, o casi todo me pareció mucho más lindo que la última vez. Nunca dejé de sorprenderme de los paisajes, de la experiencias y, sobretodo, de las reacciones de mis hijos.

En muchos sentidos, debo reconocer que esperaba cosas diferntes de ellos. Contemplar en silencio la puesta de sol en el mítico Valle de la Luna, por ejemplo, fue un objetivo no logrado. Sencillamente, mis hijos no entendieron para qué tanto silencio si podíamos comentar, reír, contar anécdotas y tirarnos de cabeza por las dunas de arena. Tampoco lograron dimensionar la energía de los colores del desierto más árido del mundo ni empatizaron conmigo cada vez que me detenía a tomar una foto de la puerta de una antigua y pobre casa de barro.

Sin embargo, me mostraron detalles que nunca pude haber llegado a notar sino hubiese sido por ellos. Amé sus caritas al sentir la fuerza del avión despegando y su alegría al mirar cómo las casas se iban volviendo chiquititas a medida que íbamos subiendo. Adoré el modo cómo se enamoraron de los perros de la hostería familiar en la que alojamos. Pasaban horas jugando con ellos, se aprendieron sus nombres y los domesticaron (al más puro estilo de El Principito). Fui notando que la falta de experiencia los hizo llegar a nuestros lugares de destino sin grandes expectativas, lo que los hizo gozar mucho más aún las cosas sencillas y maravillosas que íbamos conociendo. Se impresionaron al ver un cactus gigante, tomaron lagartijas en sus manos (cosa mucho más impresionante para ellos que ver de lejos unos cuantos flamencos paseando por una laguna), gritaron de alegría al corroborar que el agua de la termas es realmente tibia, adoraron la comida del restaurante más sencillo y pobre que he visitado en años, trajeron de recuerdo un gran cristal de sal al que le pasan la lengua por turnos para corroborar una y otra vez que "¡sí, es verdad, está hecho de sal!", miraron sorprendidos la cantidad de extranjeros y personas de otras razas que hablaban en otros idiomas y caminaban, como nosotros, por las calles del pueblo, gozaron de cada helado que tomamos como si fuera el primero... En fin, me hicieron ver cosas que jamás me hubiesen llamado mi atención de no ser por ellos.

Puedo decir que adultos y niños difrutamos del viaje de maneras muy diferentes, y que ellos me fueron mostrando, con su infinita inocencia, pequeños detalles que hicieron el día a día mucho más entretenido. Espero también que en sus almas haya quedado algo de lo que quise transmitirles acerca de la maravillas de los paisajes y la sensación de grandeza y amplitud que se siente frente al desierto. Creo que sí, que algo logré contagiarles de mi entusiasmo personal, y que éste, su primer viaje "de grandes" no lo olvidarán jamás.











De muestra, algunas fotos. Aprovecho de promocionar el desierto de chile :)))

domingo, 17 de abril de 2011

Cerrado por Vacaciones

A veces no puedo evitar pensar que hay cosas que nunca pasarán, u otras que quedarán como están  para siempre. Tengo esa tendencia al absolutismo con la que intento luchar día a día.

Mientras estuve en reposo esperando a mis trillizos y creyendo en las palabras de los doctores que sentenciaron de muerte a mi Pedro, pensé en que muchas cosas que amaba nunca volverían a ocurrir. Creí que no volvería a sonreír, que jamás sacaría de de mi pecho ese dolor punzante, que no recuperaría el vínculo con mis amigos ni a participar de noches de "carrete" y entretención. Pensé en una infinidad de "jamases". Y entre todo lo que creí, pensé que nunca volvería a tomar vacaciones o a viajar.

Como ya saben, la sentencia de muerte de mi Pedro fue un error (o, tal vez, debería decir que su vida fue un milagro), pero luego se vinieron otros problemas, la mayoría referidos a la salud de mis hijos, y algunos  muy graves. Volví a pensar en los "nunca más".

Hoy intento resistirme a los "nuncas" y los "siempres", son conceptos que quisiera sacar de mi cabeza, son palabras que quisiera eliminar de mi vocabulario, porque sé que en la vida real no existen (¿Porqué será que tiendo a creer en ellos aún cuando mi cabeza sabe que no hay "nuncas" ni "siempres" posibles? Todavía no tengo esa respuesta.)

Bueno, el caso es que recuerdo perfectamente la sensación de satisfacción que sentí la primera vez que esta familia tomó vacaciones. Fuimos una semana a una playa cercana a nuestra ciudad. Fuimos con la persona que nos ayudaba, con la "niñera" de mis hijos, y no descansamos nuestros cuerpos, pero sí nuestras almas. Estar en la orilla del mar mojando nuestros pies parecía un sueño... después de tanto dolor, después de convivir tanto tiempo cara a cara con la muerte. La foto que ven en este post es de esa oportunidad: nuestros niños sentados en la arena tomando vacaciones como cualquier otro niño. Un gran recuerdo.

Ahora se viene otro evento que alguna vez creí que nunca más ocurriría. Haremos un viaje en avión al desierto de nuestro país. Iremos a un pueblo llamado San Pedro de Atacama, y desde ahí haremos varios recorridos para conocer lugares increíbles. Haremos un viaje "de grandes", no unas vacaciones para niños pequeños. Volveré a ver los colores del desierto al atardecer y a sentir el silencio de sus paisajes, volveré a contactarme con la grandeza y la pureza de un lugar que amo. Y esta vez lo haré junto a mis hijos. Otro "jamás" que se vuelve posible. Otro sueño pospuesto que, finalmente, llega a cumplirse.

La proxima semana este blog estará cerrado por vacaciones. No sé cuántos lugares con wii fii encontraré, no sé si podré o no conectarme. Sólo sé que al volver les contaré cómo se siente cumplir un sueño que estuvo guardado durante más de 8 años.

viernes, 15 de abril de 2011

Herramientas Para Nuestros Niños

Sé que quedé debiendo un post acerca del duelo en niños con necesidades especiales, y me he craneado mucho intentando escribir algo que pueda servirnos a todos. Definitivamente, la diversidad de personas que leen este blog es enorme (¡gracias por eso!) y, por lo tanto, las habilidades, recusos y particularidades de sus hijos también. Hay algunos de nuestros niños que tienen dificultades a nivel motor, otros que no han desarrollado aún el lenguaje oral, algunos que tendrán capacidades diferentes en lo sensorial... en fin, un universo demasiado amplio como para escribir algo que les sirva a todos. Sería un post tan general que, finalmente, no diría nada.

Es por eso que me he decidido a recomendarles este maravilloso libro: El Pájaro del Alma de Mijal Snunit. Es una herramienta valiosísima a la que recurro en mi consulta como Psicóloga Infantil frecuentemente.

A modo de resumen, puedo contarles que habla de un pájaro que habita hondo, muy hondo en el alma de cada ser humano. Es un pájaro que está hecho de cajones, y en cada cajón guarda alguno de nuestros sentimientos: un cajón para el amor, otro para el enojo, un cajón para la fustración, otro para la alegría... y sólo él, el pájaro, tiene la llave para abrir o cerrar cada cajón, lo que hace que muchas veces sintamos cosas que no queremos sentir. Porque éste no es un pájaro obediente, pero siempre debemos escucharlo, ya que nos habla de nosotros mismos y de nuestra individualidad.

Lo recomiendo a todos los padres, sin importar si sus hijos tienen o no necesidades especiales, pues es una puerta para comenzar a hablar, pensar y expresar los sentimientos que a veces no están en nuestra conciencia. Ningún sentimiento es malo o bueno, todos son válidos y dignos de ser expresados, aunque algunos nos resulten, evidentemente, más agradables que otros.

En mi experiencia, leer este libro, sencillo y a la vez muy profundo, puede ser la puerta de entrada para comenzar un trabajo acerca de lo que el niño siente acerca de sí mismo y de sus circunstancias. Para trabajar no se requiere, necesariamente hablar, se puede hacer pintando, cantando, bailando... las posibilidades son infinitas, y cada padre/madre sabrá utilizarlo dependiendo de las particularidades de su hijo.

Por último, les cuento que cuando quise comprarlo, no lo encontré en librerías de Santiago, por lo que debí acudir a buscalibros.cl. Llegó a mi domicilio a tiempo y en perfectas condiciones.

Espero, sinceramente, que les sirva para enfrentar la tarea de educar a sus hijos en la expresión y el respeto por la propias emociones.

jueves, 14 de abril de 2011

Tomar Decisiones (acerca de la paternidad especial)

Un hombre, al que conozco y quiero mucho, y que tuvo un hijo con parálisis cerebral severa me dijo alguna vez que lo más difícil de la paternidad especial es tomar decisiones. Recuerdo claramente que me dio algunos ejemplos de sugerencias de los médicos que se negó a seguir, es decir, se refirió más a cosas que dejó de hacer por su hijo que a las que hizo por él. Yo tenía 20 años y creía que tener hijos especiales era algo que le ocurría a otros. No lo entendí, es más, me pareció muy extraño oírlo hablar así, aún sabiendo que él amó a su hijo tanto como se puede amar a alguien.

En ese momento para mí las cosas eran fáciles: los médicos tenían el conocimiento, y el padre o madre ponía a su hijo en sus manos... él sabría qué hacer, él dictaría las pautas. El resto, la labor parental, consistía en amarlo incondicionalmente, en cuidarlo, asearlo, alimentarlo, estimularlo y no mucho más.

Sin embargo, con el paso de los años y la experiencia vivida, he llegado a entender profundamente las palabras de ese hombre. Y he llegado también a conectarme con el dolor que se escondía detrás de ellas: una de las más difíciles labores de una padre/madre de un niño especial es tomar decisiones, sobretodo cuando ya te has equivocado antes y sientes culpa por ello.

Los doctores dan su opinión e intentan ayudarte, algunos con una actitud más altanera y otros (los que yo elijo) con humildad, pero al final del día, los que tomamos las decisiones somos nosotros, los padres. Y es tremendamente difícil hacerlo.

El caso de mi hijo Cristóbal y su trastorno digestivo fue una gran prueba para mí. Los médicos daban sus opiniones y extendían una y otra vez las mismas órdenes para repetir los mismos exámenes invasivos que tanto violentaban a mi hijo. Otros, los más sabios y honestos, me pedían paciencia y tiempo, y reconocían con humildad que ya no sabían que hacer con el caso de mi niño, que ya habían agotado sus ideas y alternativas.

Muchos familiares, amigos, e incluso desconocidos a los que jamás pregunté su opinión, se sintieron con derecho a opinar y aconsejar. Algunos dejaban caer críricas encubiertas entre sus comentarios (dolorosísimas, por cierto, independientemente de quien las emitiera). Otros, los más empáticos, o tal vez los que más nos querían, sólo preguntaban e intentaban aportar nuevos datos que buscaban bajo el convencimiento de que "el que busca simpre encuentra". Pero no sé si alguno logró imaginar cómo se sentía estar en mis zapatos.

Un día, después de mucho sufrimimiento, decidí dejar a mi hijo tranquilo. Me propuse emprender el duelo de lo que no fue y asumir que tenia un hijo adorado y precioso que no podía comer por la boca. Ese día solté las expectativas y dejé de esperar que él fuera lo que no era. Ese día, creo, pude asumir que mi misión era acompañarlo en el sufrimiento que las arcadas continuas provocaban en él. Ese dolorosísimo día pensé que tal vez nunca ocurriría el milagro de que su aparato digestivo comenzara a funcionar como cualquier otro.

Algunos, los que menos me conocían, lo interpretaron como falta de interés por la salud de mi hijo. Los menos entendieron que lo que yo estaba haciendo era acompañarlo a despedirse de los exámenes invasivos, las cirugías, los experimientos (sí, algunos médicos experimentaron con él), las anestesias y los pabellones.

Afortunadamente, no me equivoqué y a los 6 años Cristóbal comenzó a comer espontáneamente por la boca, sin presiones, sin expectativas exacerbadas, sin médicos ni clinicas de por medio. Doy gracias a la vida todos los días por ello.

Sin embargo, si aquello no hubiese ocurrido, si mi hijo nunca hubiese empezado a comer por la boca sin arcadas, no habría motivos para culparme. De corazón, tomé la decisión que consideré correcta en el momento en que lo hice.

Por eso es que intento jamás juzgar a un padre o madre por lo que hizo o dejó de hacer por su hijo. Entiendo que es un tema tan complejo y personal sobre el que NADIE tiene derecho a dictar sentencia. Cada uno hace lo mejor que puede con los recursos económicos, personales, emocionales y cognitivos que tiene en ese momento. Cada cual sabrá evaluar más adelante si acaso se equivocó o no. Y cuando concluyes que sí, que te equivocaste, duele tanto que lo único que necesitas es contención y compañia, nada de preguntas, nada de reproches, nada de cuestionamientos.

Como profesional, día a día me enfrento a padres que han hecho por sus hijos menos de lo que yo hubiese querido. Sin embargo, entiendo que son sus procesos personales los que los lleva a hacer o no hacer. Mi labor consiste en acompañarlos incondicionalmente en la búsqueda de mayor bienestar para sus hijos. A veces tenemos grandes logros, otras veces los recursos no alcanzan. Y es parte de la vida. No soy nadie para juzgar a quienes han seguido caminos diferentes al mío. Todo es más fácil cuando estás mirando desde la vereda del frente, y mi trabajo consiste en cruzar la calle para caminar a su lado, al ritmo que sea necesario hacerlo.

martes, 12 de abril de 2011

Conciencia

A veces me da por quejarme. No, mejor seamos honestos: me quejo mucho. Estoy cansada, no hay tiempo para mí, no he podido (o intuyo que más bien no he sabido) recuperar los detalles, espacios y momentos que tanto he llegado a extrañar de la mujer que fui antes de ser mamá. No ha bastado con tener la intención de hacerlo, he avanzado y me he esforzado bastante, es cierto, pero ha sido mucho más difícil de lo que creí.

Pero otras veces, como hoy, me da por agradecer... La vida, la vida de tres niños que me absorben y me agotan. Sus corazones latiendo, sus bocas preguntando, sus manos tocando y desordenando todo. La fuerza, la valentía, la grandeza de tres seres que han sabido derribar murallas para llegar hasta aquí. La entereza, mi propia entereza para haber sobrevivido a lo que mi terapeuta llamó alguna vez mi "holocausto". La suerte, los milagros, los amaneceres, las vacaciones, los chistes, las canciones, las risas, las caídas, la capacidad para levantarse, la ternura, la cercanía, el ruido, la exigencia, la capacidad de asombro, la pureza y tantos, tantos regalos más que han traído estos hijos a mi vida.

Pero de todo, lo que más agradezco es la conciencia. No hay nada como poder ver lo que se tiene. Si algo grande he ganado a partir de esta historia es eso. Nunca antes pude darme cuenta en el momento mismo en que estaba siendo feliz. Siempre me enteraba justo cuando la felicidad se me estaba escapando de las manos. Me pregunto qué podré hacer para no perder este estado de conciencia nunca. No quiero volver a pasar por encima de los regalos y pisarlos, sin verlos, sin disfrutarlos.

lunes, 11 de abril de 2011

Sentido del Humor

Tal como me enseñó mi amiga Mamaterapeuta, las dificultades no son impedimento para ser felices. Y mis hijos son una excelente muestra de ello.
Tienen mucho sentido del humor y me encanta que sea así. El humor es terapéutico y, es, en mi opinión, una herramienta poderosísima para enfrentar la vida. Les dejo algunas fotos que, espero, los hagan, al menos, sonreír.

Ahora que por fin me adueñé de la pelota, no la suelto más!!!!

¡Casi me caigo! ¡Menos mal que encontré de dónde afirmarme!

Juguemos de nuevo a la comidita, pero esta vez te la voy a dar por el ojo, para variar

¡Quítamelo si puedes!

¡Espera! ¡No me tires la pelota todavía que estoy tentado de la risa!

¿Qué tal? ¿Parezco elefante en esta posición?

¡Mi hermana me dice unos secretos demasiado divertidos!

¡Mi hermano es tan divertido que se pone el papelero en la cabeza!

No creo que nadie se dé cuenta: pongo cara de poker y le saco un audífono a mi hermano para investigarlo.

¡Ehhhh! ¡Disfraces nuevos!

¡Qué divertidos los gorritos con los que mi mamá nos hizo posar para esta foto!

Apretujados con el papá.

Ésta es una pequenísima muestra de los miles de momentos felices que hemos compartido. Espero que más adelante vengan la parte II y III y IV de este post.

domingo, 10 de abril de 2011

Lecciones Inolvidables

A los 4 meses de edad, mi hijo Cistóbal, ya intalado en la casa de vuelta de su primera estadía en la Neo, presentaba vómitos explosivos varias veces al día, dolores abdominables incontrolables y unos episodios de sianosis peribucal que nos asustaban muchísimo (su reflujo gastresofágico severo hacía subir la leche y su reacción era la de dejar de respirar, lo que hacía que sus labios y la piel de alrededor se volvieran azulosos). Llegamos, incluso, a arrendar un monitor cardiorespiratorio al que estaba conectado la mayor parte del tiempo para prevenir un accidente con consecuencias realmente lamentables.

En este contexto de riesgo, y en conjunto con un Médico Cirujano y una Gastroenteróloga infantil, decidimos someterlo a una cirugía para corregir su reflujo.

Todo pareció ir de acuerdo a los esperado con la operación hasta que, después del alta comenzó a presentar síntomas de que algo no andaba bien. El resultado fue un mes y medio más ingresado en la UTI por una enterocolitis necrotizante. Estuvo en riesgo vital, y esta madre estuvo en serio riesgo de volverse loca de dolor.

Al volver de esta segunta estadía en la Neo, recibí en mis manos a un niño desnutrido, hipotónico, desconectado con el mundo externo y, por sobretodo, muy, muy triste. Fue uno de los momentos más duros de nuestras vidas.

Debo agregar que, sin saber nosotros los motivos, mi hijito nunca volvió a recibir alimentos por la boca. Debía ser alimentado por una sonda nasogástrica, y más tarde, a los 11 meses, volvió a ser intervenido para instalarle una gastrostomía, una válvula que nos permitía pasar el alimento desde su abdómen directo al estómago.

Los dolores estomacales y las náuseas y arcadas intensas siguieron apareciendo en cualquier momento del día, haciendo su vida más dura que la de muchos adultos que creemos haber conocido el verdadero sufrimiento.

En un principio, se creyó que la pérdida del reflejo de succión (que le impidió seguir alimentándose por la boca) había sido causada por daño cerebral severo. Sin embargo, a medida que fue creciendo, pudimos notar que no había daño neurológico, y los médicos se agarraban la cabeza a dos manos intentando buscar una explicación para este extraño fenómeno de un niño que era capaz de desarrollarse "normalmente" y hacer cualquier cosa, excepto comer.

Pasó el tiempo... mi niño dependiendo de que alguien entrenado lo alimentara cada 4 horas y los episodios de arcadas que no desparecían. ¿Qué podíamos hacer sino intentar darle todas las oportunidades que merecía? ¿Teníamos derecho a dejarlo encerrado en la casa por temor a que lo discriminaran por su manera de alimentarse y sus episodios de arcadas que, para muchos eran eventos impactantes por el sufrimiento que le generaban?

Definitivamente, la respuesta fue NO. Ingresó a un jardín infantil junto con sus hermanos y les mostramos a sus profesoras qué había que hacer fente a sus náuseas severas: llevarlo al baño, inclinarlo para que lograra expulsar lo que necesitaba sacar de su cuerpo, abrazarlo, acogerlo y ayudarlo a regresar a sus actividades normales.

Hasta que un día uno de sus compañeritos preguntó qué le pasaba a Cristóbal y la profesora, con toda naturalidad, respondió "Está enfermito". Cristóbal no lo pensó ni siquiera un segundo y replicó: "No tía, no estoy enfermito, mira, no tengo tos (y carraspeó)."

Han pasado años desde ese evento, pero aún me emociona su respuesta... ¡Él no estaba enfermito! ¡Él no estaba dispuesto a ser un enfermito! Él era un niño como cualquier otro, que se empeñaba, que aprendía, y que al final del día se dormía exhausto de tanto jugar.

Quien está enfermo está limitado, restringido, debe hacer reposo y llevar una vida especial. Quien está enfermo está esperando una cura, y su vida está, en gran medida, condicionada a encontrarla. Mi hijo no, él sabía vivir minuto a minuto, disfrutar los grandes momentos y proyectarse sólo hasta unas horas más tarde o tal vez, hasta el fin de semana, porque saldríamos de paseo o estábamos invitados a tomar té a la casa de su abuela.

Ése no era un "enfermito", ése era un niño tan enormemente sabio que podía darle lecciones inolvidables a todas las personas que tuviesen la fortuna de cruzarse en su camino. Ése era y es mi hijo Cristóbal.

viernes, 8 de abril de 2011

Alas Para Tres Pollitos (Acerca de la Autonomía)

Hay madres a las que les surge de manera natural: a medida que sus hijos crecen en edad y tamaño, ellas van dándoles más libertades y haciéndolos personas más autónomas. Hay otras, las que llamamos "aprensivas" que ven el mundo externo como demasiado peligroso, y sobreprotegen a sus hijos bajo el firme convencimiento de que lo que hacen es por su bien.

Yo no creo caber en ninguna de las dos clasificaciones que acabo de describir. Estoy profundamente convencida de que mis hijos necesitan ir ganando independencia y autonomía paulatinamente, sin embargo, el corazón me juega en contra, lo que hace que muchas veces se produzcan verdaderas batallas campales entre mi razón y mi emoción.

Casi siempre, creo, logro hacer ganar a la sensatez y la cordura. Casi siempre mis hijos tienen permiso para hacer lo que otros niños de su edad hacen. Intento permanecer dentro de la norma, intento, a toda costa, no hacerlos sentir excesivamente limitados a causa de este corazón mío que quisiera tenerlos para siempre cerca, apretados contra mi pecho, como una mamá gallina que protege a sus pollitos.

No puedo más que atribuir esta tendencia de mi corazón a las experiencias vividas durante los primeros años de mis hijos. No puedo sino pensar que la responsable es la prematurez extrema, la salud deplorable que tuvieron, los diagnósticos desalentadores y las secuelas que este sufrimiento dejó en mí.

Me gusta pensar que después de salir de sus incontables hospitalizaciones (muchas de ellas con verdadero riesgo vital), el hogar que les dimos fue una extensión del útero calientito que les faltó. Me gusta creer que luego de tanto sufrimiento, fuimos capaces de otorgarles un lugar confortable cuya marca inconfundible fue la seguridad.

Sin embargo, después de esa etapa vino la apertura al mundo, a la vida escolar, a la vida social, en fin, a la realidad de cualquier niño de 8 años.

Y me cuesta. No creo que haya nada malo en reconocerlo: a esta madre le significa un esfuerzo diario pensar en que sus hijos necesitan ser autónomos, y cranear el modo de otorgarles dicha autonomía sin desprotejerlos ni hacerlos sentir jamás abandonados.

Me ayudo mucho de conversaciones con otras madres que tienen niños de la misma edad que los míos (por supuesto, las elijo bien, son mamás en cuyo criterio confío). Me ayuda mirar hacia afuera y ver qué es lo esperable a esta edad en términos de autonomía. Y hago un esfuerzo por "ponerme al día", aunque me cueste muchísimo, aunque mi corazón quede a veces pendiendo de un hilo al verlos irse, crecer, levantar el vuelo y usar esas alas que, creí, no servían para volar porque eran alas de pollito. Definitivamente, me equivoqué, mis hijos no sólo pueden volar, sino que necesitan, con mi apoyo y bajo mi mirada protectora, aprender a hacerlo.

La sensación es extraña: esto es lo que siempre soñé, aquéllo por lo que tanto rogué, por lo que tanto trabajé... que mis hijos llegaran alguna vez a vivir una vida lo más cercana a la "normalidad", que fueran niños felices, con ganas de crecer y de explorar el mundo enorme que se abre frente a sus sorprendidos ojos. Y hoy. que va llegando el momento, me duele el miedo y la duda acerca de si las herramientas que les han sido entregadas fueron las adecuadas. Sólo me queda confiar y creer en que no me equivoqué, y seguir observándolos, aunque sea desde un poco más lejos que antes.

miércoles, 6 de abril de 2011

Prematurez (Parte II)

Sin el afán de ser repetitiva, necesito comenzar diciendo, tal como lo hice en la primera parte de esta "saga" acerca de la prematurez, que no tengo la pretensión de generalizar ni dictar cátedra acerca del tema. Es sólo la narración de nuestra muy particular vivencia.

Afortunadamente, los días que siguieron al shock inicial de ver a mis hijos en sus incubadoras estuvieron teñidos de una extraña sensación de rutina y calma.

Poco a poco, nos fuimos acostumbrando a la vida en la Neo y comenzamos a ser unos padres que intentaban colaborar en lo posible para sacar adelante a sus trillizos.

Nos aprendimos los nombres de los médicos y matronas que atendían a nuestros niños. Algunos nos caían bien y guardamos hasta el día de hoy un vínculo y un cariño muy especial hacia ellos. Otros no nos gustaba, por su forma de ser, por su manera de tocar a nuestros hijos, por el modo en que nos hablaban... en fin, porque no todas las personas a las que conoces pueden gustarte, y lo mismo nos ocurrió en nuestra estadía en la clínica.

La rutina me hizo mucho bien. Todos los días, al despertar, llamaba para saber cómo habían amanecido mis pollitos. Luego de eso, tomaba desayuno, me bañaba, me vestía y partía a la clínica a estar con ellos. A veces permanecía horas pegada a sus incubadoras. Otras veces, estaba un rato con ellos y luego deambulaba por la clínica conversando con alguna otra madre que se encontrara en una situación similar a la nuestra. Debo agregar que los lazos de amistad que creé con algunas de ellas se volvieron muy relevantes y casi irrompibles. Pero ése ya es tema para otro post.

Aprender la rutina del lugar implicaba saber, entre otras muchas cosas, la hora en que las guaguas sería pesadas, y por lo tanto, sacadas de sus incubadoras. Ése era un momento importantísimo, porque, a veces, nos dejaban tenerlos en brazos durante algunos minutos mientras la matrona de turno cambiaba las sábanas y ordenaba el "hogar" de cada niño.

Nunca olvidaré el día en que me ofrecieron tomar a Pedro en brazos (fue el primero al que pude sostener). Debe haber estado pesando menos de 1 kilo debido a la baja de peso que ocurre los días posteriores al nacimiento. Recuerdo, como si fuera hoy, el miedo inmenso que sentí y también, la extraña sensación de tener en mis brazos a un ser tan liviano y frágil que parecía que en cualquier momento se iba a volar. Pude besarlo, pude mirarlo de frente, pude olerlo por primera vez. Fue uno de los momentos más mágicos de mi vida.

Y como si esto hubiese sido poco, al subirme al ascensor para volver a mi casa con la sonrisa que aún no se despegaba de mi boca, pude notar que mi hijo se preocupó esa primera vez de dejarme un regalo: en el espejo pude ver que sobre mi ropa había una mancha inconfundible, una marca de pipí de mi propio hijo en mi polera.

Hoy, esta historia puede parecer extraña o exagerada, pero recuerdo perfectamente cómo agradecí que mi hijito haya tenido la "delicadeza" de dejar en mí ese recuerdo de nuestro primer encuentro cuerpo a cuerpo.

Por supuesto, no todos los días eran mágicos y calmos. Algunas veces llegábamos a la Neo para enterarnos de algún retroceso, de alguna nueva enfermedad, de alguna mala noticia que volvía a provocar en mí una angustia casi tan grande como la de los primeros días.

Sin embargo, aunque parezca inverosímil, guardo buenos recuerdo de esa primera estadía en la Neo. Puedo casi evocar el olor del lugar y sentir nostalgia por aquella época.

Más adelante, vinieron otras hospitalizaciones mucho más dolorosas y por motivos mucho más graves. Pero ése ya es tema para un próximo capítulo de esta "saga".

martes, 5 de abril de 2011

Competir Hacia Afuera (Acerca de la Paternidad Especial)

Una de las secuelas que dejó en mí la historia vivida con mis hijos, es que hay aspectos de la maternidad/paternidad "normal" que, simplemente, me superan. Hay cosas que la mayoría de los padres y madres hacen con sus niños y que yo no puedo ni quiero hacer. Una de ellas es competir hacia afuera.

Miro hacia mi alrededor y veo padres hinchados de orgullo llenándose la boca con los logros de sus hijos. Escucho diariamente conversaciones acerca de lo que hace tal o cual niño, lo inteligente, bonito o dotado que es tal otro, lo adelantado qué está para su edad o la talla que alcanzó a tal otra... y me quedo helada. No creo ser capaz de "echar a pelear" los logros de mis niños con los de otros. Simplemente, no hay punto de comparación.

Me siento orgullosa de mis hijos así, sin necesidad de mirar hacia el lado. El valor de sus logros es, para mí, tan grande, que no puede compararse con lo que otros hagan o dejen de hacer. Son NUESTROS logros, son inconmensurables, son únicos, valen demasiado, no hay cómo medirlos ni ponerles precio.

He estado oyendo conversaciones acerca de los colegios de elite a los que otros padres pretenden ingresar a sus hijos. Y los escucho desde otro punto del planeta, o tal vez, incluso, desde otro planeta muy lejano, y me quedo pensando... lo que le importa a los otros no es lo que me importa a mí, mis prioridades no son las mismas, y el modo en que miro a mis niños es diferente.

No puedo pensar en el puntaje que obtendrán para ir a la universidad, en la cantidad de idiomas que puedan aprender ni en los deportes de alto rendimiento en los que puedan competir. Sólo puedo ver las caritas sonrientes de tres niños que le han ganado a la muerte y a los que les debo procurar seguir siendo lo más felices posible.

He cambiado mucho. La fuerza de lo vivido me ha hecho otra, y espero no olvidar nunca las lecciones aprendidas a costa de tantos porrazos y heridas sufridas.

Debo agregar, sin embargo, que mi intención no es juzgar a nadie. Probablemente, si nuestra historia hubiese sido "normal", yo actuaría como la mayor parte de las madres. Y debo decir también que esto de no competir es sólo hacia afuera, porque mis hijos tienen clarísimo que esta mamá que tienen desea con todas sus fuerzas que compitan día a día con ellos mismos, con sus propios logros y que superen lo que ya han conseguido. Sigo siendo una mujer exigente, sólo que de una forma diferente.

En mi consulta como terapeuta he comprobado que llegar a este punto en que lo que importa es que el propio niño supere sus propios logros y no un standard impuesto desde afuera, es una señal de que hay, al menos, una parte del duelo que ha sido resuelta. Es reconfortante ver cómo los padres comienzan, poco a poco, a dejar de mirar lo que su hijo "debería hacer según su edad" y comienzan a valorar los logros que ha tenido, sin importar si acaso se ajustan a lo que socialmente se espera de ellos. Siempre que esto ocurre, los padres a los que atiendo reciben una gran sonrisa y reconocimiento de mi parte. Sé lo difícil que es llegar a este punto estando insertos en esta sociedad tan competitita y, aún, escasamente dada a respetar la individualidad de cada ser humano.

domingo, 3 de abril de 2011

Recibir la Noticia (¡¡¡Serán Tres!!!)

A pesar del paso del tiempo, muy a menudo las personas me preguntan qué sentí y pensé el día que me enteré que sería madre múltiple. No los culpo, si yo estuviese mirando desde afuera, probablemente sentiría la misma curiosidad y haría la misma pregunta.

Debo comenzar diciendo que mi embarazo no fue natural, sino con la ayuda de una inseminación artificial, que, entre otros procedimientos, incluye un seguimiento ovular (ecografías diarias para corroborar cómo y cuántos folículos están preparándose para "reventar" y "lanzar" un óvulo potencialmente fértil). En mi caso, había ¡cinco! folículos de un tamaño adecuado como para pensar que las probabilidades de embarazo múltiple eran altísimas. Sin embargo, como buena mujer infértil, siempre pensé que estas cosas le ocurrían a otras mujeres, no a mí... si ni siquiera había podido embarazarme de uno!!!

En la primera ecografía posterior a mi tan esperado positivo en la prueba de embarazo, se veían dos saquitos embrionarios. Uno de ellos se encontraba, según el médico, implantado perfectamente, mientras que el otro estaba en riesgo debido a que estaba ubicado en un área del útero no tan apta para la implantación. Recuerdo que dijo que el primero tenía un 90% de probabilidades de seguir adelante y el segundo sólo un 50 %. Salimos de la ecografía felices y esperanzados de que ambos embriones se convirtieran en nuestros hijos. La idea de tener mellizos nos parecía excelente. Debo agregar que ese día mi marido creyó ver en la pantalla una sombra, un tercer saquito... pero ni el médico ni yo le dimos crédito. Tal vez la idea de que fuesen tres era tan poco digerible, que preferimos obviarlo, no lo sé.

En la segunda ecografía (sólo unos cuantos días después), el doctor exclamó unas palabras no ad hoc a la situación, lo que me hizo creer que algo andaba realmente mal. Al preguntarle, abrió los ojos grandes y nos mostró la pantalla: "hay tres embriones latiendo fuerte y bien implantados".

Nuestra reacción fue de ABSOLUTA INCREDULIDAD.

Recuerdo que nos hicieron esperar un rato al otro médico, al que llevó a cabo el tratamiento, pues quería conversar con nosotros. Y lo que hicimos ahí sentados esperando fue REIRNOS DE NERVIOS mientras llamábamos a nuestros parientes más cercanos para informar la noticia.

Ya sentados en la consulta del Dr. que realizó el tratamiento, lo escuchamos (con una sonrisa nerviosa en los labios) hablar de fracaso del tratamiento, riesgos, probabilidades de patología materna y fetal, prematurez, secuelas, y un largo etctétera que no llegó a nuestras cabezas simplemente porque estábamos en estado de shock.

Más adelante, a medida que los días iban pasando y la risa incrédula se fue apagando, mis esfuerzos por imaginar la maternidad múltiple se intensificaron. Pero nunca logré llegar a ser tan imaginativa como para convertirme en un ser realista.

Me dediqué a vivir el embarazo tal como se presentó (durísimo, por cierto). No fui capaz de proyectarme ni de imaginar nuestro futuro. No fui capaz de verme a mí misma cuidando a tres guaguas al mismo tiempo. No fui tan flexible como para llegar a imaginar cómo puede llegar a cambiarte la vida cuando te conviertes en mamá de tres personitas al unísono.

Por consiguiente, el día que tuve a mis tres hijitos en sus tres cunas en la casa bajo mi cuidado, la dura y maravillosa realidad me cayó encima como un balde de agua fría. No estaba preparada emocional y físicamente para ser madre múltiple, y tampoco sé si existe alguna receta para estarlo, sospecho que no hay fórmulas secretas en estos temas.

Sólo puedo decir que la fuerza que necesitas para llevar a cabo una tarea tan ardua aparece, quién sabe de dónde, y que la resistencia, la paciencia, la capacidad para posponer tus propias necesidades y para organizar una vida que se vuelve compleja está adentro nuestro, sólo que no lo sabemos. Hoy estoy convencida que si mis hijos hubiesen sido quintillizos, también los hubieses sacado adelante, porque está en la naturaleza femenina inventarse la fuerza necesaria para enfrentar los desafíos que te pone la vida.

viernes, 1 de abril de 2011

Abrazos Porque Sí (acerca de los hijos parentalizados)

Cuando mis hijos tenían unos dos o tres años, empecé a notar que Antonia venía a mí continuamente a mostrarme pequeñas heridas. Buscaba en sus manos o en sus rodillas rasguños casi imperceptibles y se me acercaba en busca de consuelo y alivio. Al principio no le di importancia, pensé que era hipersensible al dolor o un poco regalona tal vez. Hasta que una tarde la vi lanzarse desde el tercer escalón del resbalín de una plaza para simular una caída y venir llorando a relatarme el "accidente". Ese día algo se iluminó en mí y entendí lo que le pasaba.

En medio del caos de lo urgente, en medio de tantas enfermedades, cirugías, hospitalizaciones, terapias y atenciones especiales para sus hermanos, a veces se me perdía lo importante.

Mi hija no sabía pedir cariño si no era enfermándose o lastimándose. Era lo que había vivido: la mamá estaba para sus hijos cuando ellos sufrían. Esta madre no sabía estar (o más bien diré, no podía estar, para ser justa conmigo misma) cuando lo que se necesitaba era cariño porque sí, abrazos porque sí, atención porque sí.

Recuerdo que la senté en mis piernas y le pregunté si lo que quería era un abrazo. Ella, todavía un poco llorosa, respondió que sí.

Ese día me propuse una misión dificilísima para los tiempos que corrían: poder ver las necesidades más sutiles de mis hijos, las menos notorias, las que no se expresaban en síntomas físicos evidentes ni en llanto desconsolado, las que parecían menos urgentes pero eran, sin embargo, tanto o más profundas en lo emocional.

Quise y quiero que mi hija sepa que, a pesar de no haber sufrido lo que sus hermanos, es tan importante como ellos, y sus necesidades tienen el mismo nivel de prioridad que las de mis otros dos hijos.

Sin duda, ser la hermana de dos niños que han pasado por tantos diagnósticos, terapias y también enfermedades, debe ser difícil. No quiero ni imaginar cuántas veces mi niña se ha sentido invisible al lado de sus hermanos. Se me apierta el pecho al pensar cuántas veces tuvo que callar o, lo que es peor, actuar como si fuera una adulta ayudando a hacer las cosas más fáciles para sus padres.

Sin ir más lejos, hoy mismo Pedro le pidió a su hermana que le hiciera un pan tostado con mantequilla, y ella, acostumbrada a hacerse cargo, caminó hacia la cocina sin pensarlo. Sólo porque estaba yo ahí en ese instante preciso, fue que pude detener la escena, recordarle a Pedro que él es perfectamente capaz de tostar un pan y ponerle mantequilla... pero, sobretodo, repetirle a ella que no es la mamá de su hermano y que no debe permitir que él le pida hacer por él lo que es capaz de hacer sólo y con éxito. Y por último, que si hay algo que cualquiera de mis hijos aún no logra realizar autónomamente, para eso estoy yo, para eso soy la mamá.

La carga que llevan los hijos parentalizados (aquéllos que actúan como padres de sus propios hermanos e incluso, a veces, de sus padres) es tremenda. Haré todo lo que pueda para evitársela a mi hija, a pesar de las circunstancias especiales que nos han tocado vivir. No quiero que se acostumbre a mirarse al espejo sin verse, no quiero que se olvide de sí misma, quiero que aprenda, de mi mano, a cuidarse, a distinguir lo que siente y a pedir lo que necesita para ser feliz. Quiero que siempre confíe en que merece pedir y recibir abrazos porque sí, atención porque sí, amor porque sí.