viernes, 30 de septiembre de 2011

Antes que Tú Existieras

Los niños son niños. A veces me sorprendo de las frases inteligentes que digo ;-)

Pero es que frecuentemente se nos olvida que ser niño implica ser concreto, egocéntrico y demandante, y que siendo un ser humano de los chicos es muy difícil concebir un mundo sin uno. A mis hijos, al menos aún les es difícil imaginar cómo era la vida antes de que ellos vinieran al mundo.

Muchas madres dicen que no imaginan la vida sin sus hijos y que no saben cómo lo hacían para vivir sin ellos. Yo tampoco puedo prescindir de los míos, mi amor es tan grande que no puedo imaginar cómo podría salir adelante si alguno de ellos me faltara. Sin embargo, no olvido que antes de ellos también fui feliz, viví momentos inolvidables, aprendí mucho y disfruté la vida. No creo que sea malo reconocerlo. Son formas diferentes de ser feliz, y ninguna de las dos anula a la otra.

Antes de mis hijos mi vida tenía menos sentido, pero más libertad, era más entretenida en relación a la vida social pero menos satisfactoria. Antes de ellos sabía menos del amor, pero tenía más tiempo para pensar en mis necesidades.

No quiero que se entienda mal lo que quiero decir... Es que cada vez que escucho a una madre decir que antes de serlo su vida no valía nada me huele que ha olvidado que hay distintas maneras de trascender, que ser mamá no es la única. Creo que, en cierta medida, hemos idealizado la maternidad, y hablamos poco del sacrificio, las frustraciones, el cansancio y otras secuelas que a todas nos pesan.

Antes de mis hijos sí fui feliz, sólo que de una forma diferente a la de hoy. Mi vida no era tan importante para mí (hoy me tengo autoprohibido morir, por ejemplo. Antes de ellos no quería morir, pero no lo tenía prohibido). Sin embargo, hay aspectos del pasado que recuerdo con nostalgia, y esa es una verdad que no creo tener la obligación de ocultar.

Creo que muchas madres disfrazan sus sentimientos por temor a ser juzgadas. Eligen no decir que a veces se sienten sobrepasadas, que el desafío de ser mamá es enorme, a veces demasiado y que de pronto dan ganas de volver el tiempo atrás (aunque puestas a reflexionar, probablemente ninguna lo haría.)

Hablar de aquello con personas de confianza alivia, da la sensación de no estar sola, de no ser la única. Decirlo y ser acogida es gratificante y ayuda a seguir adelante con la gran y preciosa tarea que implica la maternidad. Quitarse la culpa de sentir que no todo es perfecto es un gran paso, y suelen ser los grupos de amigas o la consulta del terapeuta el lugar donde las mujeres pueden hablar con honestidad de estas verdades que socialmente son tan mal vistas.

Cuando te conviertes en madre no todo es perfecto, muchas veces te sientes abrumada, ignorante e insegura, muchas veces tienes la sensación de haber tomado una responsabilidad demasiado grande. Eso nos ocurre a todas, sólo que hay momentos y lugares en los que nos parece inadecuado expresarlo. Yo me pregunto porqué, si las demandas y responsabilidades grandes naturalmente pueden agobiar y pesar.

No tengo vergüenza de decir que AMO a mis hijos y no los cambiaría por nada, pero a veces siento nostalgia por los días de libertad, juventud y egocentrismo que perdí. Al fin y al cabo, soy sólo un ser humano.

Me pregunto si acaso será malo que mis hijos sepan que también fui feliz antes de ellos. Y rápidamente me respondo que no, que puede ser beneficioso para ellos saber que se les ama infinitamente, que daría lo que fuera por ellos, pero que el mundo no comienza ni termina en sus necesidades y demandas. Al fin y al cabo, una de las tareas de la maternidad es lograr que el egocentrismo disminuya hasta que el hijo llegue a comprender que sus padres tienen tantas necesidades, ilusiones y urgencias como ellos mismos.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Ser la Voz de un Hijo que no Puede Hablar

Leyendo el último post de Abertina en su blog De Chupetes y Babas acerca de cómo las personas suelen invadir los espacios de los niños y sus padres, vinieron a mi cabeza múltiples recuerdos de cuando mis hijos era más chicos y no podían expresarse adecuadamente a través del lenguaje. Mi sensación siempre era la misma: mi voz era la voz de tres niños pequeños que no podían defenderse de personas poco criteriosas que, en ocasiones, los trataban como juguetes o como pequeñas mascotitas sin considerar para nada que nacieron siendo seres humanos con todo lo que eso implica.

Recuerdo muchas escenas de personas que, curiosas frente al fenómeno de ver trillizos, se acercaban a tocarlos sin preguntar. También algunas que, creyendo que todos los niños son iguales, intentaban a obligarlos a disfrutar de experiencias para las cuales ellos no estaban perparados. En general, todo estaba relacionado con tocar sus cabezas bruscamente en un lugar público, apretar sus cachetes, enfrentarlos a adultos difrazados, a juegos bruscos o cosas que los asustaban.

Pero recuerdo especialmente una oportunidad en que mi hijo Pedro (el más sensible mis tres niños) vino llorando a mí para decirme que no quería que un pariente lo levantara en brazos ni, menos aún, le hiciera cosquillas. Debe haber tenido apenas unos dos años de edad, pero afortunadamente este hijo mío fue muy precoz en el aprendizaje del lenguaje verbal. Sin embargo, las herramientas sociales con las que contaba en ese momento y la angustia profunda que la situación le provocaba, le impedía ser asertivo y decir él mismo "No me tomes ni me hagas cosquillas porque no me gusta". Simplemente se ponía a llorar desconsolado, frente a lo cual, el pariente en cuestión seguía utilizando la misma técnica, probablemente pensando que con eso mi hijo se iba a acostumbrar, se iba a convertir en un niño "normal" que difrutaba de los zangoloteos de los adultos, o qué se yo.

Lo consolé, tomé su manito, y le dije que iríamos juntos a hablar con aquella persona para explicarle lo que él sentía y pedirle que no volviera a jugar de esa manera con él. Por supuesto, la que habló fui yo, pero quise hacerlo frente a Pedro para que viera que sí se puede expresar de buena manera lo que no nos gusta, y que tenemos derecho a hacerlo. Mi niño se tranquilizó, y a su manera, me agradeció haber sido su voz.

Días más tarde me enteré que el pariente aquél estaba enojado conmigo y que había hecho algunos comentarios acerca de la forma como yo educaba a mis hijos. Me enfurecí, me pareció una verdadera impertinencia y falta de respeto. En primer lugar, siempre he considerado que a un niño, por pequeño que sea, se le debe respeto, y en segundo lugar, me sentía orgullosa de haber actuado como modelo para Pedro. Mi intención nunca fue sobreprotegerlo, sino mostrarle cómo se hace para conseguir que otros consideren nuestra forma de ser y sentir de forma delicada y empática.

Muchas veces me ocurre ver que niños muy pequeños que no pueden expresarse adecuadamente son expuestos a situaciones molestas para ellos. Y yo me pregunto: ¿Qué pasa con esa madre que no logra ver lo que está sucediendo y no le muestra el modo de hacerse respetar?

Soy una convencida de que los papás debemos ser la voz de nuestros hijos. Por supuesto, es esperable que ellos vayan, paulatinamente aprendiendo a valérselas solos, pero no podemos esperar que nazcan con esa habilidad. Incluso hay adultos que se dejan pasar a llevar porque no saben cómo hacer valer sus derechos a ser respetados en la individualidad y diversidad. No quiero eso para mis niños. Quiero que siempre se sientan con derecho a ser considerados personas únicas y diferentes, y que acudan a mí si se sienten incapaces de enfrentar situaciones complejas para las que aún no están preparados. 


lunes, 26 de septiembre de 2011

¿Discapacidad = Insulto?

¿En qué momento de la historia de la humanidad se nos habrá ocurrido que una forma de insultar, humillar o denostastar a alguien es atribuyéndole alguna discapacidad? Es tan extraño, que no imagino cómo llegó a ocurrir algo así.

Entiendo que si hace poco tiempo a las personas con discapacidad motora se les llamada inválidos (no-válidos), entonces, decir que otro tiene necesidades especiales, tiene que ser un insulto.

Pero ¿Porqué? ¿No existe acaso un 13% de personas que tienen alguna discapacidad? ¿No significa eso que todos conocemos o interactuamos cotidianamente con alguien diferente? ¿Cómo es posible, entonces, que hayamos aprendido que ser diferente es ser inferior?

Me enfurece, no puedo negarlo. Por mucho que pasen los años e intente entender que quien lo dice no ha reflexionado antes de hablar y que no todas las personas que lo hacen tienen malas intenciones, me sigue enfureciendo.

En programas de televisión chilenos que veo de vez en cuando, muchas veces escucho la frase "¿Acaso eres sordo?" preguntado con un tono de rabia, como si serlo fuera algo intencional y feo. Hace no mucho tiempo, una amiga me dijo algo así como "¡Pareces sorda!" en un tono de verdadera irritación, y yo no pude contenerme. Recuerdo que la miré y le pregunté "¿Y si lo fuera, ¿tendrías algún problema con eso?". La pobre se quedó de una pieza. Inmediatamente se dio cuenta que había cometido una imprudencia, pero no supo cómo explicarme lo que había dicho ni porqué lo habia hecho. Probablemente, ella misma no tenía una explicación lógica para un fenómeno que no la tiene.

Tantas veces hemos escuchado a personas insultando a otras llamándolas "retardadas mentales" o mongólicas". Tantas veces he escuchado yo ese refrán que dice que "No hay cojo bueno", como si la escencia espiritual de las personas con discapacidad motora fuera intrínsecamente mala.

Quiero creer que quienes tienen el hábito de insultar atribuyendo alguna discapacidad a otro no tienen la verdadera convicción de que ser una persona diferente es algo digno de ser destacado como negativo. Quiero creer que es sólo un hábito antiguo, arraigado en nuestro lenguaje popular y que, puestos a reflexionar, quienes lo tienen intentarían dejar de hacerlo.

Pero es importante decir que no es inocuo, no pasa desapercibido para quienes sí tenemos un hijo o un pariente muy querido con necesidades especiales. Duele, produce resentimiento, y sobre todo, contribuye a construir un mundo donde la discriminación y la falta de empatía son las reinas.

No olvidemos nunca que a través del lenguaje (ya sea verbal o gestual) construimos realidades. Que jamás se nos pase por la cabeza que son sólo palabras tiradas al aire, que no harán daño ni dejarán huellas, porque sí las dejan.

Si queremos un mundo mejor en el que todos tengamos cabida, empecemos por ser consecuentes con ese deseo.

¡Digamos no  insultar a otros llamándolos discapacitados! ¡Pongámonos en el lugar de las personas que diariamente conviven con una condición diferente, por favor! Ya son demasiados los obstáculos que deben sortear a diario como para sumar uno más a sus vidas ¿no creen?


sábado, 24 de septiembre de 2011

El día en que Naciste

Querida Antonia:
Querido Pedro:
Querido Cristóbal:

Siempre te hablo del día en que naciste. Pero nunca lo he escrito como hoy, con la perspectiva que da el paso de los años. Siempre te digo que fue el día más feliz de mi vida, pero no creo que llegues a dimensionar a qué me refiero cuando digo esas palabras. Tampoco sabes de los matices, de la extraña mezcla de sentimientos que comandaron esa inolvidable jornada.

El día en que naciste, yo llevaba 10 días hospitalizada por culpa de una enfermedad llamada preeclampsia. Durante esos días de clínica, sufrí mucho porque los doctores habían dicho que tú, Pedrito, nacerías sin riñones y vivirías sólo una horas. Además, me encontraba tremendamente molesta por el enorme peso ganado. Lloraba mucho, recibía pocas visitas, porque no quería a nadie más que a los míos a mi lado. No era capaz de explicar el dolor que sentía en el cuerpo y en el alma.

El día jueves 26 de diciembre, el Doctor, quien me tenía monitoreaba muy de cerca debido a que mis riñones funcionaban mal y mi presión estaba alta, decidió que al día siguiente nacerías. Ya era peligroso mantenerte dentro de mí, aunque sabíamos que tus pulmones y todos tus órganos estaban inmaduros para funcionar sin ayuda.

Entre el jueves y el viernes no dormí. Estaba inquieta, sabía que al día siguiente algo muy grande e importante cambiaría mi vida para siempre. Ya no lloraba por ti, Pedro, ya había dejado de imaginar el momento del parto. Había dejado de fantasear sobre cómo sería tu carita Antonia, tu carita Cristóbal, tu carita Pedro. Creo que durante esa noche en vela y en soledad me transformé sin quererlo: logré la paz para entregarme a lo que viniera. De hecho, al amanecer, mi entrega espiritual ya era total, no había lágrimas, no tenía ganas de escapar. Lo que fuera a ocurrir, quería que ocurriera ya.

El pabellón estaba programado para las 14:00 hrs. No recuerdo mucho de esa mañana. Sé que había muchos familiares en la clínica. Sé que algunos lloraban, otros rezaban, que unos intentaban tranquilizar a los otros. Sin embargo, creo que yo me encontraba ajena a ese estado colectivo, ya había pasado la ansiedad, expectación y profunda tristeza por tu futura y cercana muerte, Pedrito. Al parecer, había llegado a un punto en el que el dolor había llegado a ser tan fuerte que ya no dolía. Se había trasformado en calma, anestesia y profunda entrega.

Recuerdo el pabellón lleno de profesionales. Recuerdo que sentía la camilla muy estrecha para mi entonces ancho cuerpo. Recuerdo que tomaron mis brazos y los pusieron hacia los lados, como si hubiese estado crucificada. También recuerdo el momento de ponerme la anestesia epidural: yo no paraba de advertirle al anetesista que tenía una escoliosis importante. Temía que en mi espalda, hinchada por la retención de líquidos propia de la preeclamsia, no le permitiera encontrar el punto exacto para pinchar y que dañara mi médula espinal para siempre.

Sólo era capaz de reoconocer la cara de mi ginecólogo, mi queridísimo ginecólogo y la de tu papá, ansioso, nervioso, instaldo dentrás de mí esperando el momento de verte, de conocerte.

Sentí movimientos en mi abdomen, sentí tironeos, y de repente escuché la voz del Doctor diciendo: "Aquí está el gemelo I, es una niñita, ¿cómo se va a llamar?". Eras tú, mi Antonia querida. Tu papá exclamó "¡Es preciosa!", mientras la matrona hablaba de llamarla Stefanía. Recién años más tarde entendí que lo decía porque el Neonatólogo que te recibió y te revisó fue el Dr. Stefan, quien se convirtó después en nuestro Pediatra y compañero incondicional de aventuras y desventuras. Te acercaron a mi cara, alcancé a darte un besito y a olerte, y te llevaron lejos.

No alcanzó a pasar ni un minuto cuando el médico anunciaba "Aquí está el Gemelo II. Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espítitu Santo con el nombre de José Pedro". (Habíamos averiguado que en casos de emergencia, cualquier persona bautizada podía bautizar a un niño, y yo se lo había pedido expresamente a mi Doctor). Y te vi, mi Pedro, tan flaquito y  pelado como un pollo mojado. Llorabas con una fuerza que no parecía la de una guagua a punto de morir. Te recibió el Dr. Martínez, te acercó a mí, te di un beso y te dije en secreto que siempre te amaría y siempre sería tu mamá, te fueras donde te fueras. En esos momentos, no sabía si volvería a verte con vida.

No alcancé a recuperarme de la emoción cuando escuché "¡Aquí está el Gemelo III"!, y eras tú, Cristóbal, más lindo que ninguna guagua del mundo. Te alzaron para que te viera y te hicieron desaparecer. Creí que habían olvidado el ritual de acercarte a mí para darnos nuestro primer beso. Luego supe que habías nacido en posición podálica, lo que hacía más probable que hubieses aspirado líquido. También supe que el gemelo III en un parto triple siempre tiene más riesgos de aspiración. Te llevaron por eso. Durante meses sentí no haber podido olerte y tocarte con mi cara durante tus primeros segundos de vida.

Luego se produjo un silencio. Tu padre desapació junto con Neonatólogos y algunas matronas. Mi visión era parcial, pero lograba sentir que quedábamos muy pocos en ese pabellón.

Probablemente cosieron mi herida y la parcharon. No recuerdo nada de eso. Y luego, me dejaron en una camilla en un lugar que no sé cómo llamar. ¿Habrá sido la sala de recuperaciones?

Lo que sí recuerdo perfectamente fue que se acercó el entonces Jefe de la Unidad de Neonatología (a quién más tarde llegué a estimar mucho) para contarme que estabas bien, que respirabas solo/sola por el momento, y que tú, mi Pedro, habías hecho pipí sobre él apenas saliste de mí.

Creo que yo seguía en un estado de anestesia emocional, porque mi mente lograba dimensionar lo que eso significaba, pero mi alma no podía emocionarse tanto como sabía que hubiese sido lo "normal". Tal vez, si me hubiese emocionado como correspondía, me hubiese descompensado. Supe que ése era el día que marcaría un antes y un después en las vidas de muchos, sin embargo, creo que el sentimiento era tan intenso, que lo viví como se ven las cosas miradas desde arriba.

Horas más tarde vino recién la emoción contenida, el miedo por tu vida y tu salud, las ganas de sacarte de esa Unidad de Neonatología y toda la intensidad con que viví el proceso de tenerte "capturado/capturada" en esa Neo. Pero mientras pude haber sentido más, no fui capaz de hacerlo con tanta, tanta intensidad.

No me culpo para nada, Creo que fue una reacción muy humana, que muchos mecanismos de defensa vinieron a resguardarme de emocionaes que podrían haber resultado intolerables en el momento mismo en que naciste.

Así empezó nuestra historia. Hay fotos, Las puedes ver una y otra vez. Y ahora tienes este relato elaborado 8 años y 8 meses después de ese día. Ojalá hubiese escrito más durante los días, horas y semanas que rodearon tu nacimiento. Probablemente éste y el escrito del momento serían muy, muy diferentes. Nunca lo sabremos.

martes, 20 de septiembre de 2011

El Método Canguro en Prematuros



El método canguro con bebés prematuros consiste en poner al bebé que está estabilizado médicamente contra la piel desnuda del pecho de su madre, y dejar que permanezcan así el tiempo que sea posible.

Actualmente existen múltiples estudios que avalan los beneficios de practicar este método. Entre ellos, se fortalece el vínculo entre la madre y el niño, ayuda al bebé a regular su temperatura, favorece el ritmo cardíaco, reduce el estrés, favorece la lactancia materna y ayuda a reducir el dolor.

Este método nació en Bogotá, Colombia, como una alternativa a los cuidados en una incubadora, siendo utilizado en bebés que habían superado las crisis de salud iniciales y sólo requerían subir de peso y regular temperatura para ser dados de alta.

Mis hijos, de tan sólo 8 años y medio (no lo considero demasiado tiempo para la inquietud que plantearé a continuación) tuvieron la "suerte" de haber nacido en una de las más prestigiosas y costosas clínicas de mi país. Sé que somos afortunados de haber accedido a esta clínica en muchos aspectos, pero no en éste, es por eso que escribo la palabra suerte entre comillas.

En esos años, cuando mis hijos estaban en sus incubadoras, recuerdo haber investigado algo acerca de este método. Los estudios no eran tantos como los que existen al día de hoy, y los resultados, por lo tanto, no tan concluyentes como los que se pueden leer hoy con sólo googlear "método canguro". Sin embargo, y debido a que mi tesis para optar al grado de Psicóloga consistió en una investigación acerca del vínculo madre-hijo en niños nacidos prematuros (casualidades de la vida), recuerdo que le propuse a algunos médicos de la Unidad de Neonatología que me permitieran practicarlo.

Lamentablemente, ninguno de ellos estuvo de acuerdo conmigo. Me explicaron que era un método arcaico para suplir la carencia de incubadoras en zonas pobres en que los hospitales no daban a basto para tantos nacimientos prematuros. Y punto.

No insistí más. Claro, eran los tiempos en que yo creía que los médicos siempre tienen la razón. Eran los tiempos en que yo no tenía plena consciencia de cómo la medicina evoluciona y a qué velocidad lo hace.

Sin embargo, hoy me arrepiento de haber renunciado a mi idea. Tal vez si hubiese insistido un poco más...

Sé que en la clínica en que nacieron mis trillizos el método canguro se practica hoy en día como parte del programa de apego. Y yo me quedé con las ganas. Si bien no sabía los beneficios que tenía en cuanto a la salud del niño, mi intuición me decía que era una buena idea estar piel contra piel con cada uno de ellos.

Lo lamento mucho. Lamento no haberle creído más a mi intuición de madre. Sólo después de muchos porrazos llegué a confiar en mí como lo hago hoy. Pero para eso necesité, como toda madre, equivocarme ésta y muchas veces más. A golpes comprendí que la intuición de una mamá a veces puede más que la sabiduría de mil médicos.

Un buen médico escucha a la madre con atención, sabe que ella conoce a su hijo mejor que nadie, y cree que su opinión es importante. Afortunadamente, he encontrado uno de esos raros especímenes para mis hijos. Si encuentra uno, no lo suelte, amárrelo a ud. y acuda a él cada vez que su intuición le diga algo.


domingo, 18 de septiembre de 2011

La Capacidad Para Estar Solo

No pretendo dar cátedra sobre el tema, porque aparte de ser Psicóloga y haberme fascinado con este concepto, no soy una eminencia en la toría que está a la base de él.

Intentaré evitar errores conceptuales, pero mi intención última es explicar a madres y padres el concepto de Donald Winnicott denominado la capacidad para estar solo.

¿Que porqué me interesa y llama tanto mi atención este asunto? No tengo respuesta. Sólo recuerdo que desde que tuve que estudiarlo en mis años de universitaria, fue un concepto que caló hondo en mí, y que hoy, por circunstancias de la vida, ha vuelto una y otra vez a mi cabeza y corazón.

Para comenzar, diré que Winnicott habla de un primer momento de la vida del bebé denominado dependencia absoluta. Durante esta etapa, la madre suele entrar en un estado especial en que sintoniza con su hijo y sus necesidades, siendo capaz de proveer los cuidados que éste necesita a tiempo. Durante este período el niño requiere más que nunca de la contención, apoyo y presencia de su cuidadora.

A través de recurrentes experiencias de recibir de su madre lo que necesita, el bebé comienza a sentir que el mundo es bueno, que contiene lo que él requiere, consiguiendo pasar a la etapa que sigue: la de la dependencia relativa.

Dutante esta segundo estadio, la madre comprende que su hijo requiere que ella deje de atender a sus demandas tan pronto aparezcan. Entiende que, lentamente, debe ir "fallando" de modo que el niño consiga experimentar que, si bien el mundo es bueno, no es él quien crea los objetos que lo satisfacen (por ejemplo, comprender que no es su llanto el que crea un pecho lleno de leche que aparece de manera instantánea.)

La madre intuye también que el niño ha llegado a un nivel de madurez mayor y que ha conseguido llegar a un punto en el que puede comenzar a desarrollar la capacidad para estar solo. Sin embargo, el autor habla de una paradoja, ya que esta capacidad sólo comenzará a desarrolarse en presencia de la madre. Es decir, la capacidad para estar solo es conseguida sólo en la medida en que la cuidadora esté presente, pero sin interferir en el estado en el que el niño entra. Ella simplemente está, y el bebé, gracias a su presencia, logra abstraerse y tal vez explorar ciertas texturas de su ambiente, jugar con sus manos o con su voz. Es lo que más adelante se denomina la capacidad para relajarse.

Más tarde, en una etapa mucho más avanzada en que el Yo ya se encuentra completamente maduro, el hijo adquiere la capacidad para estar solo en ausencia total de la madre o de elementos del medio que la representen.

Me gusta este concepto, me llega al corazón. Tantas veces vi a mis hijos "cantando" solos, vocalizando en sus cunas o explorando sus manitos o pies tendidos sobre alguna manta en el suelo. Y nunca olvido que ese logro fue gracias a que yo estaba con ellos pero sin ellos. Es decir, a su lado, pero permitiendo que estuvieran solos, que aprendieran una habilidad que algunos adultos nunca llegaron a adquirir, lo que los lleva a padecer gran ansiedad y temor a lo largo de sus vidas.

Mi madre también supo hacerlo conmigo. No puedo pensar lo contrario si amo la soledad tanto como la amo, si disfruto los momentos conmigo misma a veces más que en compañia de otros. Y los más lindo de todo, es que se puede conservar la capacidad de estar solo acompañado, que no es más que estar junto a un ser querido en silencio, disfrutando cada uno de su propia soledad.



miércoles, 14 de septiembre de 2011

Cómo es que las Apariencias nos Pueden Engañar

A la 1:00 de la madrugada sonó el timbre de mis casa. "Afortunadamente" estoy padeciendo de un insomnio relativamente importante, por lo que estaba despierta. Sin embargo, el miedo y la curiosidad se apoderaron de mí. ¿Quién tocaría el timbre a esa hora? Si hubiese una urgencia familiar, existen los teléfonos, pensé al instante.

Intrigada y asustada, abrí un pequeño, pequeñísimo espacio de una ventana, suficientemente grande como para asomar mi boca y preguntar quién era. Y como mis perros ladraban fuerte, apenas logré escuchar una voz de hombre diciendo que "necesitaba un ayudita". El resto de la explicación no pude oírla, por los ladridos de los perros, y porque mi respuesta inmediata fue que no eran horas para pasar pidiendo "ayuditas". Temí que luego saltaran la reja unos cuantos encapuchados a asaltarnos. Sin embargo, todo estuvo tranquilo, hasta que una hora más tarde logré dormir.

Esta tarde, llegando a mis casa de hacer unos trámites me encontré con un vecino. Es un hombre adulto que vive a dos casas de la mía y tiene parálisis cerebral. Camina empujando un carro de supermercado, usándolo como se usan los "burritos", esos aparatos que sirven para apoyarse y tienen un par de ruedas abajo, típicos para personas tienen dificultad para caminar sin apoyo. El vecino del que hablo es una persona conocida, a la que saludo frecuentemente. Trabaja cerca de mi casa vendiendo en un kiosko de diarios y revistas, y muchas veces lo he visto volver a su casa apoyado en su carro a altas horas de la noche.

Hoy se me acercó a pedirme diculpas. Me contó que fue él quien tocó mi timbre para pedirme una "ayudita" porque su carro se había atascado en unos matorrales y no lograba sacarlo de ahí. Sentí culpa por no haberlo ayudado, pero inmediatamente me perdoné: nadie en su sano juicio sale a la 1:00 de la madrugada a ayudar a alguien a quien no logra identificar.

Mientras él se deshacía en disculpas, yo hacía lo propio. Le expliqué que no me di cuenta de quién era, que me asusté mucho por la hora, y que si hubiese escuchado bien el relato que mis perros no me dejaron oír, encantada hubiese salido a cualquier hora a ayudarlo en algo que para él es una tarea titánica y para mí, un simple empujoncito.

No está bien tocar timbres durante la madrugada. Está bien autocuidarse y no salir a la calle frente a la primera pedida de "ayudita". Sin embargo, me quedo pensando en que las apariencias engañan, en que el mundo en que vivimos nos hace pensar siempre lo peor y en que anoche había un hombre con una discapacidad que me pidió ayuda y yo se la negué. No fue mi intención hacerlo, pero el caso es que me entristece imaginarlo a esas horas intentando destrabar el carro sin el cual no puede caminar, y sin ayuda de nadie.

Es increíble cómo a veces nuestros prejuicios y preconceptos no nos dejan acceder a la realidad limpios. Si hubiese podido oírlo sin miedo (y sin perros) hubiese podido hacer algo por él. Me pregunto cuántas veces les ocurrirá lo mismo diariamente a las personas que viven con alguna discapacidad.

martes, 13 de septiembre de 2011

La Auto/Exigencia

Ayer escribí un post expresando mi preocupación por la actitud indolente de mis hijos frente a las burlas y hostigamiento que una compañerita de curso ha sufrido.

El tema no deja de procuparme, y agradezco mucho vuestra opiniones. Sin embargo, hoy estuve todo el día con una sensación extraña: la de sentirme una madre sobrexigente.

Para nadie que me conozca bien es un secreto que soy autoexigente. Me gusta hacer las cosas bien, cumplir mis compromisos y llevar a cabo las tareas que emprendo con dedicación. Tal vez por eso es que no suelo emprender demasiadas... Si me propongo algo, sé que haré lo humanamente posible por hacerlo bien. E invierto mi tiempo y energía en ello.

Y así ha sido con mi maternidad: me he equivocado, me he sentido sobrepasada y he colapsado infinidad de veces, pero siempre con una culpa enorme. Intento ser una mamá presente, cumplir siempre mis compromisos y promesas, no dejar jamás que mis hijos se sientan abandonados o desprotegidos. Suelo reflexionar mucho acerca de ellos, de lo que les digo y del modo cómo les voy mostrando el mundo que nos rodea. En fin... Me agoto con sólo pensar en lo perfeccionista que he sido.

Y el post que escribí ayer no fue más que eso: una autoexigencia convertida en exigencia hacia ellos. Fue como decir: si he dedicado tanta de mis energía a enseñarles esto, no pueden fallarme. Y estoy absolutamente equivocada en eso.

Claro que pueden fallar, claro que no son perfectos, por supuesto que aún son niños pequeños que no han aprendido todo. Y por último, nunca llegarán a tomar todo lo que yo quiera entregarles: son personas diferentes, cada uno con su estilo propio. No tienen el deber de responder como yo espero a todos mis intentos por formarlos de cierta manera.

Es por esto que hoy ME perdono y LES perdono no haber reaccionado como esta madre exigente esperaba. En general son tres niños muy buenos, muy conectados con los sentimientos propios y de los demás. Son tres personas maravillosas que no van a cumplir siempre con todas mis expectativas. Y ésta no será la primera vez que esto ocurra.

Claramente, nunca bajaré los brazoas para hecer de ellos los mejores seres humanos que puedan ser. Pero si hay algo de ellos que no me agrada o que no cumple con lo que espero, no es responsabilidad de mis hijos. Es que tienen una madre que a veces cree que por haberse esforzado merece hijos perfectos. Y está muy equivocada: los ama con toda el alma tal como son.


lunes, 12 de septiembre de 2011

Indolencia Versus Empatía

El curso de mi hijo Cristóbal ha sufrido una gran pérdida: una compañerita se ha retirado del colegio debido a que fue hostigada y molestada por sus compañeros y compañeras hasta el cansancio. Es algo que me produce profunda tristeza, y que me preocupa muchísimo.

Mi hijo es uno de los dos niños que componen este curso y que tienen alguna discapacidad. Debo decir que nunca ha sido molestado ni hostigado por su hipoacusia (o sordera), que se encuentra socialmente integrado y que saca excelentes notas. Debo decir que es muy feliz en su colegio y que, salvo pequeños incidentes, es tratado como un niño más tanto por sus profesores como por los niños y niñas que lo rodean.

Sin embargo, el caso de esta niña que debió retirarse del colegio a mitad de año me preocupa por múltiples razones. Pero hoy hablaré sólo de una de ellas: la indolencia con que mis hijos recibieron la noticia.

Me he esforzado mucho, desde que tienen algo de consciencia, para convertir a mis hijos en niños generosos, respetuosos de la diversidad, o más bien amantes de la diversidad. He invertido mucha de mi energía en intentar hacer de ellos niños empáticos y acogedores.

Sin embargo, el que una compañerita haya debido abandonar el colegio por haber sido hostigada pareció no importarles. Su argumento : "Es que era gritona y pesada". Debo decir que esta explicación me duele.

Ayer tuve una larga, larguísima conversación con los tres acerca del amor, el respeto, el dolor ajeno y, sobre todo, de saber ponerse en el lugar del otro. Tal vez exageré, pero fui nombrándoles uno a uno aquellos pequeñas cosas que nos les gustan de ellos mismos. Y les fui preguntando uno a uno: "Te gustaría que tus compañeros te golpearan y te molestaran por tener pecas, por ser demasiado bajo, demasiado flaco, etc, etc, etc?". La respuesta fue, invariablemente "No, no me gustaría". Pero igualmente, no creo haber llegado al centro de sus corazones. No creo haber logrado que empatizaran con la niña que sufrió acoso escolar.

Me duele, me complica y me frustra. Si bien ninguno de mis hijos molestó jamás a la niña de la que hablo, la indolencia es algo que no me gusta.

¿Qué hacer para convertirlos en personas empáticas y generosas? ¿Cómo sacar de sus corazones esas corazas que dicen "Mientras no me ocurra a mí, no me importa"?

De verdad, me encantaría recibir consejos y opiniones de quienes me leen. Pensé que lo había hecho mejor como madre en este aspecto. Y, al parecer, algo falta, en algo he fallado. No quiero formar personas egoístas, no quiero. 

Me consuela, sí, saber que estoy a tiempo. También me consuela darme cuenta. Sé que hay madres que ni siquiera han notado la indolencia de sus hijos. También sé que hay otras que llegan tarde. No quiero ser una de ellas.


sábado, 10 de septiembre de 2011

Prematurez (Parte XII) La Vida Continúa

Sí, después de un trauma doloroso, después de un duelo difícil, después de cualquier experiencia marcadora, la vida continúa. Sorprende caer en cuenta que siempre siguió, que nunca se detuvo fuera de nuestro mundo. Y llega el momento en que te vuelves a "subir" a la vida de la que te bajaste para retomarla y seguir girando en el mundo junto a los demás.

Para algunos esto no es posible. Para ellos, esto nunca ocurre... El dolor o el trauma es tan grande que no logran volver a la vida. Sin embargo, otros tenemos la suerte o más bien debería decir, la capacidad de haber vuelto. No es gratis, no es nada fácil, pero debo decir que después de un tiempo de trauma y duelo, mi vida continuó.

Volví diferente. Probablemente más sabia, más seria, más triste, más agradecida de la vida, más consciente de lo que tengo, pero el caso es que volví. Retomé mis amistades (aquellas que no quedaron en el camino por una u otra razón), el trabajo que tanto amo, la rutina, en fin, la vida.

No niego que quedaron marcas. Algunas de las que enorgullezco, y otras con las que intento luchar. Por ejemplo, cuando una amiga se embaraza y dice encantada que su guagua nacerá en primavera y que eso le permitirá estar flaca en el verano, siempre pienso "y tu guagua no se contagiará de los virus invernales que son mortales para un recién nacido". A veces lo digo, a veces no. Cuando otra amiga se embaraza, está incómoda durante el último semestre y dice que lo único que quiere es que su hijo nazca luego, pienso "ni siquiera sabes lo que estás diciendo". Eso no lo digo casi nunca. Sé que no tiene qué ver con ellas y con su forma de enfrentar la maternidad. Sé que la que lleva las huellas de un trauma soy yo, y que debo hacerme cargo de aquello.

Pero el hecho es que con trauma y todo, la vida sigue. Y un día te encuentras en un café quejándote con una amiga de que tus hijos se mueven demasiado, hacen demasiadas preguntas, o te quitan libertad. Y al oírte a ti misma quejándote así, te das cuenta que, de alguna manera, te has convertido en una "mamá normal", una como todas, una que a veces llega a olvidar que la vida de sus hijos es un milagro.

Lo otro, lo de retomar la propia vida ha sido un poco más difícil. Pero lo atribuyo más a tener trillizos que a la prematurez. El día se hace corto y aún no logro retomar la costumbre de leer ni de hacer bonsais. Aunque, para ser justa, sí he logrado retomar otros asuntos, como las tardes conversando con amigas y el poder ver el noticiero con tranquilidad durante las noches, por ejemplo.

Sé que me estoy fijando en detalles, ¿pero no es de ellos que está compuesta la vida? Y sí, después de la prematurez, ésta sigue su curso, tal vez un curso diferente al que habíamos planeado, pero no se queda detenida.

Me hubiese gustado que alguien con experiencia me lo hubiese asegurado 8 o 7 años atrás. Hubiese sentido un enorme alivio. Hubiese visto una luz al final de un túnel que transité con profundo miedo y dolor.


jueves, 8 de septiembre de 2011

Los Placeres de la Vida (Alergias Alimentarias)

Mis dos hijos hombres tuvieron alergias alimentarias múltiples y severas. Hoy es algo bastante común. Hace tan solo 8 años, era algo raro, impensable. El caso es que tenían reacciones alérgicas frente a múltiples alimentos, incluidas todas las proteinas. Los alimentábamos con una fórmula compuesta por aminoácidos libres. Hoy se sabe que un niño puede ser alérgico a esa fórmula. Pero mientras yo insistía a los médicos que Cristóbal lo era, ninguno de los muchos que visité desesperada por los malestares de mi hijo me dio crédito.

En fin. El caso es que Cristóbal se alimentaba por sonda y se negaba a probar alimentos por boca. Y para Pedro comer era un deber, algo a lo que su madre lo obligaba. Parecía no tener centro de apetito, como ocurre con algunos niños que han nacido prematuros. La única que comía con hambre y por placer era Antonia.

Por lo anterior, nunca vi las alergias alimentarias de mis hijos como un problema más allá de lo médico. No pensé que se estaban perdiendo uno de los placeres de la vida. No ocurría que ellos quisieran probar y yo debiera prohibirles a causa de sus alergias.

Sin embargo, el día del cumpleaños número tres de mis trillizos, Pedro me recibió al llegar de las compras con mucho entusiasmo: quería saber de qué sabor era la torta. Y era de chocolate, algo que estaba entre la infinidad de cosas prohibidas por precaución.

Recuerdo que me pidió, me rogó, me suplicó que lo dejara comer torta en el día de su cumpleaños. En general, el probar alimentos nuevos era un evento un poco estresante: ellos probando y yo observándolos fijamente por si había alguna reacción que requiriera correr a la clínica. Pero esa vez no me pude negar. ¿Cómo negarle a mi hijo comer de su torta el día de su cumpleaños número tres? Imposible.

Llegaron los amigos y empezó la fiesta y la música. Muchas papas fritas y dulces para los niños, algunas cosas ricas y un poco (sólo un poco) más sofisticadas para los adultos. Al llegar la hora de cantar el cumpleaños feliz, mi Pedro no pudo esperar a recibir su plato, simplemente tomó un tenedor y se instaló frente a la torta completa a probarla. ¡Qué escena más gratificante! Mi niño con la cara entera embarrada en chocolate y una sonrisa que no se le quitó hasta bastante rato después. Lo tocó, lo olió, lo pasó por su lengua, sus labios y su cara entera. Lamento no haber fotografiado el instante preciso. Sólo tengo algunas fotos tomadas bastante más tarde de aquel descubrimiento.

Comer es un placer, dormir lo es también, pasear por las calles disfrutando del sol y de los olores de los árboles en flor en primavera es un placer. Después de tanto miedo, tanto exceso de control, tanta enfermedad, terapias y dificultades, mi hijo Pedro estaba descubriendo uno de los placer simples de la vida. Sin duda, fue un momento inolvidable.



martes, 6 de septiembre de 2011

¡Pero Si Somos Hermanos! (Acerca de Ser Múltiples)


Pedro y Cristóbal hace pocos días, vestidos con trajes típicos de Chiloé para una presentación del colegio.

Hemos compartido tanto..

Nos conocimos hace 9 años en el útero de nuestra mamá. Crecimos juntos, nos tocamos, y nos supimos acompañados antes de tener ninguna otra certeza en la vida. Fuimos creciendo de a tres, por lo que aún antes de aprender a respirar ya sabíamos luchar por hacer respetar el espacio individual que cada ser humano requiere.  De alguna manera, sabíamos que el amor infinito que ya nos teníamos no era un impedimento para pelear y negociar por nuestras necesidades particulares y diferentes.

La vida después del útero también ha sido compartida. En todos, o casi todos nuestros recuerdos, hay dos caritas más: las de nuestros hermanos. Entrañables, adorados, prácticamente imprescindibles. Ninguno de nosotros ha pasado una Navidad, unas vacaciones o un primer día de colegio solo.

Juntos hemos aprendido lo que es compartir, pero hay que decirlo: también aprendimos a pelear, a hacer respetar nuestras individualidades, a negociar por nuestros deseos y a exigir que se respete nuestra intimidad y privacidad. Para eso, nuestra mamá nos compró unas cajoneras: una para cada uno, en las que guardamos aquellos juguetes, dibujitos o pequeños objetos que no queremos compartir. Porque sí, nos amamos, nos necesitamos, no podemos imaginar cómo es la vida sin nuestros hermanos, pero tenemos derecho a no querer compartir algunas pertenencias o experiencias.

Cuando estamos juntos hablamos, hablamos y hablamos. Tenemos un modo particular de conversar y de jugar de a tres. Hay aspectos de nuestros juegos que otros niños no entienden, o si acaso los entienden, no pueden integrarse cómodamente porque son demasiado nuestros.

También nos tenemos unos celos y una envidia tremendos. Uno querría tener las fotalezas del otro, y muchas veces nos quejamos porque sentimos que nuestros hermanos han sido beneficiados en algún aspecto de manera injusta. Nos comparamos bastante, aún cuando nuestra madre intenta no hacerlo jamás. No es raro que nos ayudemos mutuamente, nos enseñemos cosas, nos tapemos las travesuras o nos hagamos favores. Pero tampoco lo es que alguno de nosotros quiera, por unos segundos o cortos minutos, hacer desaparacer a otro... de rabia, de celos, de ganas de tener toda la atención, todos los elogios, todos los regalos, en fin, de ser único.

Si peleamos y nos hacemos daño, nuestra madre reta al que hizo el daño, pero el dañado siempre ha perdonado antes de recibir las disculpas correspondientes. Es así como casi siempre terminamos aliados y enojados con la mamá, quien aún no aprende del todo que no debe meterse en nuestras peleas y discusiones, tan nuestras, tan íntimas.

Aún dormimos juntos. Cada uno en su cama, con las luces apagadas tenemos las conversaciones más entretenidas que se puedan tener. Nuestra mamá intenta hacernos callar porque cree que necesitamos horas de sueño para crecer sanos. Lo que no sabe es que ese tiempo de conversaciones secretas quedarán guardadas en nuestra memoria como unos de los momentos más entrañables de nuestra infancia.

Somos completamente diferentes. Cada uno de nosotros tiene claro lo que quiere, lo que necesita, lo que le gusta. Sin embargo, esta vida compartida es una marca que nunca se borrará. Aún si la vida nos lleva a alejarnos, aún si terminamos viviendo en distintos países, con distintas prioridades y diferentes estilos.

Somos hermanos, somos trillizos, somos inseparables aunque no estemos todo el tiempo juntos. No tenemos que decirlo, no es necesario, los tres sabemos que jamás se borrarán las huellas que esta vida de a tres está dejando en nuestros corazones.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Cómo Es Que Llegué a Creer En Los Milagros

Soy una mujer escéptica en general. Creo en la ciencia, creo en los hechos concretos y visibles, creo que hay que ver para creer. No sé si lamentable o afortunadamente, no soy capaz de entregarme a la fe ciega. No tengo ese don.

Sin embargo, la vida, el destino (o tal vez, alguien llamado Dios) se han encargado de poner a prueba mi dificultad para despegar los pies de la tierra. He vivido con enorme sorpresa hechos que me han llevado a decir que sí creo en los milagros. Yo los he experimentado, a mí me han ocurrido. Sé (no creo, sé) que son posibles.

A mi hijo Pedro lo dieron por muerto antes de nacer. El ecógrafo me mostró que no había líquido amniótico en su bolsa, la ecografía que buscó sus riñones me corroboró que no los tenía, vi con mis propios ojos todos los signos de un severo síndrome incompatible con la vida fuera del útero materno. Investigué, leí mucho en internet. A mí no me lo contaron... A mí me lo mostraron, me lo explicaron con palabras científicas pero comprensibles. Yo estuve ahí, en esas varias ecografías de última generación que indicaban que no había motivos para dudar, que mi hijo Pedro moriría al nacer, o tal vez antes.

Y no fue. Está vivo. Tiene dos riñones sanos y 100% funcionales. Está conmigo y su cuerpo está completito. Todos los días se encarga de hacerme rabiar, hacerme reir, hacerme responder 1001 preguntas, agota mis energías y me recuerda que está bien ser una persona práctica, pero que nada, absolutamente nada es imposible. Podría decir que su vida, la de mi Pedro, es mi fe.

Hace algunas horas se dio por perdido en mi paías un avión que llevaba a 21 personas rumbo a la Isla Juan Fernández a contribuir para terminar de una vez por todas su reconstrucción post terremoto de febrero del 2010. Dicen que están muertos, dicen que cayeron al mar, que han encontrado algunas pertenencias personales y una puerta del avión flotando. Dicen que es casi imposible encontrarlos vivos. Dicen que sólo un milagro podría haberlos hecho sobrevivir.

Y yo me pregunto ¿porqué no? Si nos ocurrió a nosotros, personas comunes y corrientes que no esperábamos nada, ¿porqué no a ellos?

Yo sí creo en los milagros. Sé que no ocurren siempre, aunque a veces se desee que ocurran con tanta fuerza. Pero sí ocurren. Yo lo viví. Yo estuve ahí. Yo tengo en mi casa a un milagro que duerme y despierta todós los días para tomar desayuno e ir a aprender, y a jugar al colegio.

¡Fuerza a las familias de las 21 personas perdidas! ¡No pierdan la fe! ¡Crean, sigan creyendo hasta el final!