Pedro y Cristóbal hace pocos días, vestidos con trajes típicos de Chiloé para una presentación del colegio.
Hemos compartido tanto..
Nos conocimos hace 9 años en el útero de nuestra mamá. Crecimos juntos, nos tocamos, y nos supimos acompañados antes de tener ninguna otra certeza en la vida. Fuimos creciendo de a tres, por lo que aún antes de aprender a respirar ya sabíamos luchar por hacer respetar el espacio individual que cada ser humano requiere. De alguna manera, sabíamos que el amor infinito que ya nos teníamos no era un impedimento para pelear y negociar por nuestras necesidades particulares y diferentes.
La vida después del útero también ha sido compartida. En todos, o casi todos nuestros recuerdos, hay dos caritas más: las de nuestros hermanos. Entrañables, adorados, prácticamente imprescindibles. Ninguno de nosotros ha pasado una Navidad, unas vacaciones o un primer día de colegio solo.
Juntos hemos aprendido lo que es compartir, pero hay que decirlo: también aprendimos a pelear, a hacer respetar nuestras individualidades, a negociar por nuestros deseos y a exigir que se respete nuestra intimidad y privacidad. Para eso, nuestra mamá nos compró unas cajoneras: una para cada uno, en las que guardamos aquellos juguetes, dibujitos o pequeños objetos que no queremos compartir. Porque sí, nos amamos, nos necesitamos, no podemos imaginar cómo es la vida sin nuestros hermanos, pero tenemos derecho a no querer compartir algunas pertenencias o experiencias.
Cuando estamos juntos hablamos, hablamos y hablamos. Tenemos un modo particular de conversar y de jugar de a tres. Hay aspectos de nuestros juegos que otros niños no entienden, o si acaso los entienden, no pueden integrarse cómodamente porque son demasiado nuestros.
También nos tenemos unos celos y una envidia tremendos. Uno querría tener las fotalezas del otro, y muchas veces nos quejamos porque sentimos que nuestros hermanos han sido beneficiados en algún aspecto de manera injusta. Nos comparamos bastante, aún cuando nuestra madre intenta no hacerlo jamás. No es raro que nos ayudemos mutuamente, nos enseñemos cosas, nos tapemos las travesuras o nos hagamos favores. Pero tampoco lo es que alguno de nosotros quiera, por unos segundos o cortos minutos, hacer desaparacer a otro... de rabia, de celos, de ganas de tener toda la atención, todos los elogios, todos los regalos, en fin, de ser único.
Si peleamos y nos hacemos daño, nuestra madre reta al que hizo el daño, pero el dañado siempre ha perdonado antes de recibir las disculpas correspondientes. Es así como casi siempre terminamos aliados y enojados con la mamá, quien aún no aprende del todo que no debe meterse en nuestras peleas y discusiones, tan nuestras, tan íntimas.
Aún dormimos juntos. Cada uno en su cama, con las luces apagadas tenemos las conversaciones más entretenidas que se puedan tener. Nuestra mamá intenta hacernos callar porque cree que necesitamos horas de sueño para crecer sanos. Lo que no sabe es que ese tiempo de conversaciones secretas quedarán guardadas en nuestra memoria como unos de los momentos más entrañables de nuestra infancia.
Somos completamente diferentes. Cada uno de nosotros tiene claro lo que quiere, lo que necesita, lo que le gusta. Sin embargo, esta vida compartida es una marca que nunca se borrará. Aún si la vida nos lleva a alejarnos, aún si terminamos viviendo en distintos países, con distintas prioridades y diferentes estilos.
Somos hermanos, somos trillizos, somos inseparables aunque no estemos todo el tiempo juntos. No tenemos que decirlo, no es necesario, los tres sabemos que jamás se borrarán las huellas que esta vida de a tres está dejando en nuestros corazones.
Nos conocimos hace 9 años en el útero de nuestra mamá. Crecimos juntos, nos tocamos, y nos supimos acompañados antes de tener ninguna otra certeza en la vida. Fuimos creciendo de a tres, por lo que aún antes de aprender a respirar ya sabíamos luchar por hacer respetar el espacio individual que cada ser humano requiere. De alguna manera, sabíamos que el amor infinito que ya nos teníamos no era un impedimento para pelear y negociar por nuestras necesidades particulares y diferentes.
La vida después del útero también ha sido compartida. En todos, o casi todos nuestros recuerdos, hay dos caritas más: las de nuestros hermanos. Entrañables, adorados, prácticamente imprescindibles. Ninguno de nosotros ha pasado una Navidad, unas vacaciones o un primer día de colegio solo.
Juntos hemos aprendido lo que es compartir, pero hay que decirlo: también aprendimos a pelear, a hacer respetar nuestras individualidades, a negociar por nuestros deseos y a exigir que se respete nuestra intimidad y privacidad. Para eso, nuestra mamá nos compró unas cajoneras: una para cada uno, en las que guardamos aquellos juguetes, dibujitos o pequeños objetos que no queremos compartir. Porque sí, nos amamos, nos necesitamos, no podemos imaginar cómo es la vida sin nuestros hermanos, pero tenemos derecho a no querer compartir algunas pertenencias o experiencias.
Cuando estamos juntos hablamos, hablamos y hablamos. Tenemos un modo particular de conversar y de jugar de a tres. Hay aspectos de nuestros juegos que otros niños no entienden, o si acaso los entienden, no pueden integrarse cómodamente porque son demasiado nuestros.
También nos tenemos unos celos y una envidia tremendos. Uno querría tener las fotalezas del otro, y muchas veces nos quejamos porque sentimos que nuestros hermanos han sido beneficiados en algún aspecto de manera injusta. Nos comparamos bastante, aún cuando nuestra madre intenta no hacerlo jamás. No es raro que nos ayudemos mutuamente, nos enseñemos cosas, nos tapemos las travesuras o nos hagamos favores. Pero tampoco lo es que alguno de nosotros quiera, por unos segundos o cortos minutos, hacer desaparacer a otro... de rabia, de celos, de ganas de tener toda la atención, todos los elogios, todos los regalos, en fin, de ser único.
Si peleamos y nos hacemos daño, nuestra madre reta al que hizo el daño, pero el dañado siempre ha perdonado antes de recibir las disculpas correspondientes. Es así como casi siempre terminamos aliados y enojados con la mamá, quien aún no aprende del todo que no debe meterse en nuestras peleas y discusiones, tan nuestras, tan íntimas.
Aún dormimos juntos. Cada uno en su cama, con las luces apagadas tenemos las conversaciones más entretenidas que se puedan tener. Nuestra mamá intenta hacernos callar porque cree que necesitamos horas de sueño para crecer sanos. Lo que no sabe es que ese tiempo de conversaciones secretas quedarán guardadas en nuestra memoria como unos de los momentos más entrañables de nuestra infancia.
Somos completamente diferentes. Cada uno de nosotros tiene claro lo que quiere, lo que necesita, lo que le gusta. Sin embargo, esta vida compartida es una marca que nunca se borrará. Aún si la vida nos lleva a alejarnos, aún si terminamos viviendo en distintos países, con distintas prioridades y diferentes estilos.
Somos hermanos, somos trillizos, somos inseparables aunque no estemos todo el tiempo juntos. No tenemos que decirlo, no es necesario, los tres sabemos que jamás se borrarán las huellas que esta vida de a tres está dejando en nuestros corazones.
3 comentarios:
uF!! se me puso la piel de gallina, me emocioné muchísimo ..
Tus palabras siempre me llegan Natalia, muchisimas bendiciones y toda la felicidad del universi para tus tres maravillas!!
Creo que les hemos hecho un gran regalo, estar juntos, ser hermanos de la misma edad, ser cómplices y amigos. Aunque empiezo a intuir las peleas... Muy buena idea la del cajón, para dentro de un tiempito, me la apunto para hacerlo!!!
PRECIOSO, DEBE SER RE LINDO NACER ACOMPAÑADO...ME ENCANTA CUANDO LOS VEO JUGAR Y DIVERTIRSE...QUE SUERTE QUE TENEMOS, NO?
SIGO LLORANDO! JAJAJA
LUCRE
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